En todas las capitales y ciudades del mundo hay sectores preciosos y parajes horribles, barrios lujosos y zonas peligrosamente miserables.
París, Washington, Florencia, Río de Janeiro (para solo citar las primeras que me vienen a la mente) son lugares famosos por su belleza natural y arquitectónica, pero no nos llamemos a engaño: las mismas esconden al mismo tiempo desgarradoras escenas de extrema pobreza que dejan sin aliento a cualquiera.
La ciudad de Santo Domingo no es una excepción, guardando la distancia.
Si bien es cierto que en la periferia de nuestra capital, que tanto se ufana de su pasado histórico, conviven áreas terriblemente repulsivas, sucias y malolientes, también es verdad que contamos con rincones y áreas capaces de conmover a los más exigentes.
Ya que no podemos remediar de golpe y porrazo los efectos de nuestra pobreza extrema, podríamos y deberíamos empeñarnos en preservar lo positivo que nos queda.
Por ejemplo, el malecón. Es, sin duda, uno de los paseos junto al mar más hermosos del mundo, pero a la vez uno de las más descuidado, mal iluminado y con casas que van cayendo en la ruina una tras otra sin que nadie se preocupe por ello.
Estamos a tiempo todavía. Talvez pueda el malecón ser declarado en estado de emergencia y que un patronato pueda unirse a los organismos oficiales para acudir en su auxilio.
Salvemos el malecón.