Esta semana despedimos en Seúl a un viejo roble de la diplomacia latinoamericana en el umbral de su 70 cumpleaños, luego de 45 años de carrera.
Negoció exitosamente la deuda externa del Perú en los 1980. Luego integró a su país a la Cooperación Económica del Asia y el Pacífico (APEC), abriendo el mercado asiático para sus exportaciones agropecuarias y pesqueras.
De vuelta a Lima, sustentó con firmeza su rechazo a la exención solicitada por países poderosos al estatuto de Roma sobre la corte penal internacional. Gracias a él, el Perú es de los pocos en no haber exceptuado a nadie.
El eco de sus palabras en la ceremonia de despedida organizada por el Grupo de Países de América Latina y el Caribe resonará por mucho tiempo.
Nos exhortó a cultivar las relaciones personales con los funcionarios competentes sobre temas comerciales, sin cuya anuencia jamás prosperará solicitud alguna de licencia de importación.
Porque, oh paradoja, aún teniendo tratados de libre comercio con Corea, dichos permisos pueden tardar hasta 10 años para obtenerse.
Nos alentó a formular y promover agendas ambiciosas de cooperación con este país tan exitoso en materia de políticas de desarrollo económico, las cuales comparte generosamente con aquellos que le fueron solidarios durante la cruenta guerra.
Nos motivó a profundizar en el conocimiento del coreano, llave de entrada para poder penetrar un mundo tan distinto al latinoamericano.
Pero su mensaje más profundo nos fue comunicado con la sutileza de un veterano, la mesura de un diplomático y la altura de un caballero.
El embajador, sea político o de carrera, es la cara de su país. Si bien los gobernantes en todo el mundo nombran embajadores políticos, ello no excusa conductas inadecuadas que comprometan reputaciones personales, nacionales o regionales.
Porque el político, al asumir como embajador, debe dejar la política para pasar a la diplomacia, disciplina en la que imperan otras reglas de conducta.
Donde el político busca llevarse el crédito de todas sus iniciativas, el diplomático armoniza con sus colegas, comparte sus experiencias y sólo procura cumplir con su deber sin esperar reconocimiento.
Donde el político evita que le hagan sombra, el diplomático alienta a sus demás colegas a desarrollar sus talentos, pues con ellos el grupo se fortalece y la región se robustece frente al país anfitrión.
Donde el político flaquea frente a las presiones lesivas al interés nacional, el diplomático hace causa común con colegas en situación similar al tiempo que cultiva apoyos locales en los medios, la oposición y la sociedad civil para impedir que a su país le tumben el pulso.
Como buenos seres humanos, no hay diplomáticos perfectos.
Pero en momentos como los que vivimos, en los que se nos presiona a aceptar sumisos decisiones inconsistentes con la constitución y el derecho internacional, embajadores de carrera como Daúl Matute Mejía son el modelo a seguir para preservar la dignidad y salir con la frente en alto ante los que quieren que hagamos como nos dicen y no como ellos mismos hacen.