En los últimos años he dedicado mucho tiempo a reflexionar sobre la sabiduría y la mentoría. La sabiduría no es la acumulación de conocimiento, aunque ayuda el estudio sereno y la reflexión sensata sobre lo que se aprende.
Sabiduría es una compresión amorosa y realista de la vida y de los que nos rodean. Implica subordinar el ego y tener empatía hacia los demás, sin descuidar el necesario cuido sobre uno mismo y como nos afectan los otros.
Ser sabio no es tanto el andar diciendo expresiones que suenen a “sabiduría”, sino actuar promoviendo la vida de los otros, sus talentos y retando sus falsas auto-percepciones, siempre con delicadeza.
Por tanto ser sabio implica siempre ser un mentor (el término coaching me resulta repulsivo por su connotación utilitaria). Mentorizar es una hermosa dimensión de la paternidad o maternidad que todo adulto debe cultivar, concretamente con los más jóvenes y quienes por diversas circunstancias están bajo nuestro liderazgo.
Ser sabio, maestro, mentor y padre (o madre) es una unidad existencial que merece ser cultivada. Demanda repeler el egoísmo en todas sus manifestaciones y cuidar el bienestar de quienes están cerca de nosotros hasta donde nuestras posibilidades lo permitan, siempre respetando la dignidad de ellos.
Una vida buena demanda cultivar la sabiduría y el cuidado de los demás. Lo efímero que es nuestra existencia no merece dedicarnos a acumular poder y riqueza.
Fruto de que tantas personas se obsesionan con esas metas es que tenemos tanta humillación, esterilidad y rencor. Sólo el amor engendra melodía.