SANTO DOMINGO.-Tenía solo diecisiete años, pero la madurez necesaria para no perder el propósito que le había traído a Santo Domingo: trabajar.
Tras el recibimiento inicial por parte familiares y conocidos que ya residían en la capital dominicana y su instalación en la pensión Covadonga, Román Ramos Uría trabajó en una fábrica de medias e hizo de multitasking en un almacén.
El registro familiar indica que barría, despachaba mercancía, rotulaba, pesaba cajas y repartía surtidos por las tiendas de la capital.
La cotidianidad
Era así, como un día cualquiera, sostenía con la boca las indicaciones de un pedido a fin de mantener las manos libres, e iba tramo por tramo seleccionando la mercancía para luego organizarla en una mesa y facturarla a mano, pues no había calculadora. Toda esa labor era recompensada por un salario de ochenta pesos dominicanos, sesenta de los cuales, eran destinados a pagar la renta. Corrían los meses finales del año 1959.
Hacerlo mejor
Ramos había emigrado a América como muchos otros de sus conciudadanos españoles en el período de la posguerra civil de su país, en busca de mejor destino.
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Román, que hoy es con frecuencia elogiado por una sagacidad y visión comercial que él dice no poseer, nació el 18 de octubre de 1941 en el hogar conformado por Jesús Ramos Zardaín y Rogelia Uría, en Pola de Allande, una villa española del Principado de Asturias.
Pese a que existía un negocio familiar en el que se comercializaban textiles, jamones y ganado, tuvo muy poca vinculación con el mismo, aunque, asistía en los días de “apuro”.
El centro de su actividad infantil se desarrolló en una escuela primaria de su poblado natal y posteriormente en un internado en Oviedo.
Inicialmente pensó en hacerse veterinario, ya que sentía atracción por los animales, la cual había sido atizada por la presencia permanente de caballos y perros en la residencia familiar.
Sin embargo, empezó a analizar el comportamiento de otros españoles que habían emigrado a Puerto Rico y República Dominicana.
Para la época, controlaban el negocio de los textiles y la idea de emigrar en busca de lograr algo similar, maduró.
Parte de su razonamiento tuvo que ver con la comparación que suele realizar cualquier joven con aquellos que ya han recorrido un camino y que se convence a sí mismo de que lo puede hacer mejor.
“Vine sabiendo que iba a tener éxito, nunca tuve dudas que iba a ser exitoso”, afirma Ramos tras decir que “estuve a punto de quebrar dos veces… pero bueno”.
El primer ascenso
Tras poco menos de dos años trabajando en el almacén de González, obtuvo un primer ascenso. Este le significó administrar una tienda de los mismos propietarios en la calle El Conde, principal punto comercial de la ciudad para la época, lo que fue, en su momento, una experiencia aleccionadora.
En ese entonces el salario aumentó a cien pesos, aunque gran parte de lo que ganaba era enviado a sus familiares mientras lidiaba, a la vez, con pocas ventas y el incremento inmisericorde en los precios del carbón, la leche y la leña.
Llegada a La Sirena
El 15 de abril del año 1963, acepta trabajar en La Sirena, un local comercial autodefinido como “importadores de tejidos y novedades”, ubicado en la Avenida Mella propiedad de los hermanos Félix y Leopoldo Fernández.
El salario era de 150 pesos mensuales.
Al ojear mentalmente esos primeros años de su vida, Ramos dice recordar que sobrevivió con mucha austeridad.
Tardó doce años en volver a su tierra natal, pese a lo cual dice no ser un hombre austero. “Nunca lo fui, se me impuso por necesidad. Digo todo esto porque soy muy sincero, pero admiro a los austeros”.
El balance lo encontró pues, como ya hemos dicho, sobre la base de la necesidad del momento y el trabajo constante.
“La ociosidad es la madre de todos los vicios”, afirma categóricamente. Cuando finalmente volvió a Asturias, lo hizo en calidad de visitante con esposa y tres hijos aún pequeños.
La familia se había formado el 14 de agosto de 1965, sí, en plena guerra civil contrajo nupcias con María del Carmen Fernández. La había conocido en 1960 mientras trabajaba en la tienda Cub de la calle El Conde.
Tras unas pesquisas iniciales de parte y parte sobre la línea familiar, empezaron a tratarse en caminatas por el Malecón y visitas a los cines de la ciudad.
Los primeros tres hijos de la pareja (Román, Maricarmen y Mercedes) fueron levantados en un entorno de sencillez a la vez que eran incorporados a las labores de La Sirena, ya para la fecha una propiedad familiar adquirida en una arriesgada inversión con un socio y apoyada en un crédito.
Ramos inculcó el valor del trabajo a sus hijos
Crianza. La familia de Ramos quedó completa con la llegada de Ana María y Laura. Junto a sus tres hermanos mayores, eran llevados desde pequeños a La Sirena a la vez que agotaban sus estudios regulares.
“Los traía al trabajo desde pequeños, a unos los ponía a vender fantasías a otro a contar dinero, me ayudaban con inventario”, dice Román Ramos.
Estas dos actividades (estudio y trabajo), considera fueron la base de la formación del carácter de sus vástagos y la zapata que permitió que, más adelante, se iniciara el traspaso generacional sin complejidades ni temores.