Esta es una sociedad que en muy escasas oportunidades ha condenado a los que han depredado las propiedades del Estado.
Durante la tiranía de Trujillo, una parte de esa misma sociedad que lo adulaba, le metió entre ceja y ceja que era dueño y señor de este país, inclusive de sus ciudadanos, al extremo que asesinaba sin ningún miramiento.
Esa condición de tirano lo llevó a crear un emporio agrícola e industrial, quizá el más grande de Centroamérica y el Caribe, compuesto por los ingenios azucareros y las industrias, que antes de ser desmembradas, se agrupaban en el Consejo Estatal del Azúcar (CEA) y la Corporación de Empresas Estatales (Corde), así como todo el sistema eléctrico.
De esa gran diversidad de industrias, donde se fabricaba desde azúcar, ametralladoras, revólveres, zapatos, vidrio, papel, cemento, hasta alambres de púa, hoy no queda nada.
Cada gobierno que ha pasado desde entonces ha hecho fiesta con esas riquezas.
El desorden ha sido de tal magnitud que todos se creen con autoridad para tomar posesión hasta de un metro de tierra del Estado, bajo el supuesto de que “no es de nadie”.
Es por eso que no extraña que terrenos donde se han levantado canchas, estadios y otras edificaciones deportivas hayan sido asaltadas sin que nadie haya sido sometido ni detenido ni por un segundo.
Lo que no se dice es que la mayoría de esos robos descarados a propiedades del Estado lo realizan dirigentes políticos, casi siempre, los que detentan el poder, por lo que se sienten intocables.
Y tienen razón, porque, ¿quién ha sido condenado o expulsado de los terrenos? Nadie, absolutamente nadie, y como van las cosas, nada parece que variará, mientras siga este estado de cosas, en que las mismas comunidades afectadas son incapaces de reclamar sus derechos.
El ejemplo más actual se vive desde hace unos años en Santiago, donde nadie, absolutamente nadie, protesta por el despojo del complejo La Barranquita.