En mi adolescencia me enamoré platónicamente de una estudiante de ballet de la academia que dirigía la profesora Magda Corbett, hermosa húngara que residió en el país hasta su fallecimiento con edad longeva
Las clases se impartían en un amplio salón del entonces denominado Parque Ramfis, hoy Eugenio María de Hostos, y un grupo de varones asomábamos por las ventanas nuestros ojos admirados y curiosos.
Era hermoso el espectáculo de jovencitas sometiendo sus cuerpos a fatigosas jornadas de ejercicios, y a gráciles, contorsionantes, y en ocasiones acrobáticos movimientos, bajo las órdenes suavemente imperativas de “la madame”.
Para llevar a límites inconmensurables nuestro placer estético, los giros danzantes de las alumnas surgían acompañados con la magia extasiante de la música de los grandes maestros.
Todavía hoy la emoción que genera la añoranza se apodera de mí cuando escucho la Invitación al vals, de Weber, que bailaba con destreza precoz mí preferida entre las estudiantes de la academia.
Sin embargo, por mi permanente admiración del ballet, y por ende, también de las ballerinas, me sorprende comprobar la rivalidad y tirantez que muestran entre ellas.
Una amiga con vasto conocimiento sobre las bellas artes, y atributos de sicóloga empírica, afirma que se debe a lo breve de su vida artística.
Porque las posiciones incómodas a las que someten sus cuerpos, y la concentración que exige armonizar sus pasos con la música, necesitan de la fortaleza física y mental de la juventud.
No creo necesario precisar que la rivalidad no es exclusiva de las ballerinas y ballerines. También compiten los estudiantes y profesionales de todas las artes.
Porque para el artista son necesarios, casi vitales, el aplauso y la admiración del público. Y como todo lo relativo a la humana existencia, estos tienen casi siempre efímera duración.