Hablamos en demasía de reformas (institucionales, políticas, económicas) y apelamos a todas las teorías, modelos y paradigmas posibles, sin que falten las comparaciones con países similares en tamaño a la República Dominicana, para terminar siempre frustrados.
El discurso, sin cambios notables, lleva años moviéndose en círculo como el perro, que no se detiene en el intento de morderse la cola aunque nunca la alcance.
El tema ocupa millones de folios en archivos muertos y vivos, actuales e inactuales, pero también adorna el campo semántico de políticos con poco vuelo, de pensamiento estéril, adheridos a la repetición de argumentos ordinarios sin transformarlos.
Por eso resulta tan difícil, casi imposible, marcar diferencia entre las promesas que nos hacen desde las aceras oficiales y opuestas.
Nadie percibe rupturas y todo resulta plano, del mismo tono e igual color.
Este terruño resalta por su capacidad de dejar la cosa igual o empeorarla en los denominados procesos de reformas, que los hemos tenido con inversión de recursos, tiempo y esfuerzos para armar consensos.
Quizás se pierde de vista – en medio de un debate deficiente- la visión ontológica, el tipo de gente que somos y la necesidad de reinventarnos. Y eso tiene que ser desde el núcleo familiar y la escuela, cuya calidad no depende solo del 4%.
Todo se va al carajo en un país en el que las relaciones primarias, el compadreo y hasta los lazos sanguíneos de quinta generación tienen más fuerza que las leyes, los principios y las convicciones éticas.
De ahí es que cada quien trata de contar –para arreglar su mundo- con un guardia que convierte el rango en ley, batuta y constitución, un cura influyente, un funcionario corrupto, un fiscal retorcido, un juez dúctil, un policía servil. Basta una llamada telefónica para resolver lo que sea burlándose de las normas.
La revolución de los valores es la real reforma que necesitamos. Lo demás viene por añadidura.