Retrato de una ciudad imposible

Retrato de una ciudad imposible

Retrato de una ciudad imposible

Roberto Marcallé Abreu

Es posible, por no hablar con una certeza absoluta, que la República Dominicana que una vez conocimos y que, con sus defectos, y virtudes era nuestro país, nuestras ciudades, nuestros barrios habitados por nuestra gente, nuestras calles y aceras y parques, nuestro hogar, donde cada esquina o cada rincón despertara la grata sensación de saber que se trataba de algo nuestro, nuestros recuerdos, nuestra existencia… haya sufrido una metamorfosis hasta extremos tales que en este ahora nos sentimos como extranjeros que deambulan en un mundo hostil, habitado por gente rara y enigmática y de actitudes impredecibles.

Días atrás dejé muy temprano la casa con mi hijo más pequeño rumbo al colegio en el que se celebraría un encuentro de fin de año. Uno siente, con verdadera alegría, la sonrisa de profesoras amables y un personal cuidadoso que te inspira tranquilidad y confianza.

Sólo que tan pronto abandonas el lugar te enfrentas con calles virtualmente tomadas por motoristas hostiles, por centenares, quien sabe si miles de autos, guaguas, camiones, que cruzan a tu lado a velocidades escalofriantes. Las aceras se nos figuran tomadas por transeúntes de miradas impredecibles, muy poco amables.

Nuestros antiguos y casi desaparecidos barrios se han transformado en un inmenso muro de gigantescas torres. Las calles están abarrotadas por una cantidad inconcebible y aterradora de vehículos en los que se desplazan personas que nunca has visto ni verás salvo un asomo de presencias desdibujadas por los oscurecidos o sombreados cristales protectores delanteros.

El día de pago, las calles se transforman en un ámbito salvaje donde resulta casi imposible desplazarse con alguna holgura o libertad. Muchos conductores carecen de consideración y respeto y los agentes de tránsito no parecen capaces de enfrentar el desplazamiento desorbitado y mayúsculo de miles y miles de vehículos.

La ciudad ha crecido hasta transformarse en una realidad desconocida de laberintos y lugares normados por las inmensas construcciones, las verjas protectoras de hierro, la gente que conduce a velocidades imposibles y de forma aterradora, obligada a detenerse a cada momento por las intersecciones de tránsito, por la transformación de un paisaje urbano que puede que nos asimile a las grandes ciudades del universo, pero que en nada nos recuerda lo que una vez fuimos.

Pocos te miran, nadie saluda, todos parecen agobiados por la prisa y afanes de una cotidianidad que no parece terminar nunca. Nuestra amada ciudad de Santo Domingo se ha transformado en un lugar extraño y raro donde todo el tiempo las puertas están cerradas. Una ciudad de transeúntes y conductores que se desplazan deseando, al parecer, pasar desapercibidos.

El viernes pasado la ciudad se transformó en un verdadero pandemónium de calles imposibles, paralizadas, inmóviles y suspendidas en la nada por miles y miles de vehículos y donde apenas era posible avanzar contados metros tras largas esperas.

Al parecer Ya nadie conoce a nadie. La ciudad y su gente son extraños que nunca antes se habían tropezado. Una sensación de profunda tristeza y de mayor soledad se apropia del espíritu y quien una vez conoció y amó lo que fuimos se siente derrotado en un mundo de rostros absortos, cuando no indiferentes, gente apresurada y calles imposibles que sólo figuraban en nuestras más amargas pesadillas…