¡El diablo, el diablo, nos salió el diablo…!
El día se tornó grisáceo, algo soleado y en extremo caluroso. Las gentes, usando vestimentas livianas, salían a los patios de las casas echándose fresco con “pedazos de cartón”, tapas de ollas de aluminio o con cualquier figura plana que semejaba un abanico de mano. Los habitantes de aquí buscaron refugio debajo de árboles para “disfrutar de un airecito”.
Pero todo, sobre todo el calor, era presagio de que algo iba a pasar, que ocurriría algún hecho ajeno al discurrir de los pobladores.
Se rumoreaba una crecida del río. También la potencial ocurrencia de un temblor de tierra. –“Si continúa este calor aquí temblará la tierra”, expresó convencida, Diogina. Caían fuertes aguaceros por las zonas de San Juan de la Maguana y el Yaque del Sur subió sus caudales. Las embravecidas aguas con color marrón como chocolate arrastraban no solo ramas de árboles, sino que en el fondo traían piedras, remanentes de tierra y lodos de lomas cercanas.
Los pobladores acudieron masivamente a la orilla del río a observar aquellas aguas turbulentas. Cuando regresaban lo hacían convencidos de que era inminente el desborde, que se producirían inundaciones y que había que prepararse para la situación.
-“La atmósfera está pesada”, comentó Jacinto. -“Cuando el cielo está así, teñido de gris y como si sufriera un luto tenue es porque ocurrirá algo, es como si nos dieran un aviso”, dijo.
Jacinto apeló a su experiencia, a sus tantos años de coexistir en aquel poblado donde había experimentado y vivido toda clase de vicisitudes y chapoteo de lodazales. En sus largos años de vida, éste vio inundaciones que atravesaron el poblado y se llevaron de paso los sembradíos de plátanos, guineos, frutales, hortalizas, arbustos de mangos y resistentes matas de cocos, aguacates, guayabas y guanábanas, entre otros, de las vecindades.
Pasados los días los plátanos, guineos y otros víveres se agotaron. Habían sido derribados por las fuertes corrientes de aguas, dejándolos sepultados bajo el lodo. Los parroquianos consumieron rápidamente también los animales como chivos, cerdos, vacas y otros que sobrevivieron al desbordamiento.
Después vinieron las carencias. Las carestías de los productos “de primera necesidad” y una época de escasez, miseria y hambruna se impuso entre los pobladores. Junto con estas calamidades llegaron las ayudas de fuera, los alimentos (trigo, “marifinga”, leche en polvo, quesos, etc.) que recibió la población donados por la Alianza para el Progreso de Estados Unidos a través de la Iglesia Católica.
La gente precavida se preparó para la ocurrencia de posibles inundaciones. Todos sabían lo que había que hacer, cada familia atinó a asegurarse algunos alimentos y construir “soberaos” para subir y proteger allí a los más pequeños, a niños y niñas, evitando así que fueran víctimas de las furias de las aguas encrespadas del río.
Pero gracias a Dios ese día no ocurrió nada. Todo se limitó a rememorar aquellos momentos aciagos que llegaron a agobiar a los pobladores de Tamayo. El cielo grisáceo se disipó en el transcurrir de las horas y se impuso la intensidad de la noche.
Pasadas las 9:00 de la noche, todos los jóvenes que trabajaban en faenas agrícolas en los bateyes del ingenio Barahona habían retornado, menos mi hermano Alejandro. La preocupación cundió en la familia. Mi padre Eloy reunió en el patio de la casa a tío Silvestre, a algunos sobrinos y vecinos, los cuales se organizaron para salir a su búsqueda.
El primo “Andresito Reina”, hijo de tío Cornelio y que era uno de los jóvenes que trabajaba en la industria azucarera, relató que Alejandro se separó del grupo y decidió regresar por su propia cuenta por la ruta del Batey 6 y que para esto había tomado el tren que utiliza la industria para acarrear las cañas para su molienda en el ingenio, ubicado en el otrora Batey Central de Barahona.
-“Él subió al ferrocarril, nos dijo que regresaría por el cruce de El Jobo, donde se lanzaría para tomar la carretera de Uvilla”, narró. -“Él lo había hecho sin problemas en otras ocasiones y casi siempre llegaba primero que nosotros a la casa”, agregó.
Ese día eran casi las diez de la noche y Alejandro no dio señales de aparecer. Lo acostumbrado era que el grupo de jóvenes estuviera en sus casas entre las seis y las siete de la noche. La preocupación se apoderó de todos y las mujeres comenzaron a llorar y a lamentarse, pensaron que había pasado lo peor.
–“Hagamos un rezo por su vida”, pidió doña Pipín, nuestra vecina más cercana, refiriéndose a mi hermano.
En tanto mi padre, tío Silvestre, sobrinos y vecinos se armaron de machetes, «mochas» y otras armas, incluyendo sus espíritus de valentía, para salir a buscar a Alejandro, ya que temían que a éste le haya ocurrido “una desgracia”. Marcharon a pie por la carretera de Monserrate y luego de cruzar una frondosa mata de Javilla que cubría de lado a lado la vía, el temor se apoderó del grupo. Una pequeña linterna y un par de faroles sirvieron para abrirse paso en la espesa oscuridad que producían las ramas del enorme árbol.
Pasado este trance, el grupo, con sus machetes y mochas en las manos avanzaron por la estrecha carretera que llevaba a la comunidad de Monserrate, por donde se franquean en medio de la oscuridad y cañaverales ubicados a ambos lados de la carretera. Pero de pronto comenzó a escucharse proveniente del cañaveral del lado izquierdo, un ruido aterrador, el avance de una fuerza destructora que con ímpetus huracanados parecía que, a su paso, iba echando abajo todo el campo de caña.
Los integrantes del grupo de más de una docena de personas, con mi padre al frente, quedaron azorados con lo que escucharon. Y después, se estremecieron con lo que vieron. Comenzaron, llenos de temor, a rezar a viva voz y a pedir a Dios que los salve. De repente salió del cañaveral un ciclópeo perro negro, de ojos rojizos incandescentes y grandes orejas que les arrastraban al suelo. El enorme hocico del animal mostraba en la espesura nocturna filosos dientes resplandecientes.
El abrumador esperpento maligno salió lenta y parsimoniosamente del cañaveral. Se detuvo medio a medio de la carretera, miró al grupo con sus ojos llameantes, y con temible y tronante voz, pronunció una jerga como si hablara en patuá:
-“Languet fut mamao coñññ…”.
Al percatarse de que estaba frente a un demonio, Eloy, un fervoroso de la fe católica, sacó del bolsillo de su pantalón un crucifijo que siempre le acompañó, se paró frente al fenómeno y comenzó a rezar inentendibles oraciones. En tanto, sus acompañantes emprendieron la huida vociferando: -¡El diablo, el diablo, nos salió el diablo…!
Cuando despavoridos éstos llegaron al pueblo, informaron que el diablo le había aparecido en el camino y que no sabían si había cargado con Eloy y Silvestre, ya que ellos se habían quedado en el lugar para enfrentarlo.
El podenco de imponente y melenuda figura, cual gigante enviado desde los mundos del vudú, continuó su parsimonioso cruce del camino y entró al otro cañaveral lentamente mientras seguía diciendo: -“Languet fut mamao coñññ…”. A su paso todo el sembradío parecía quebrarse, removerse como si las cañas fueran arrancadas de raíz con furia demoníaca por la fuerza de un huracán, todo en el momento en que este extraño perro solitario penetraba en el otro cañaveral.
Mi padre decidió regresar a la casa, entendió que no era necesario que él, solo con la compañía de su hermano Silvestre, continuara la marcha para ir a buscar a Alejandro y que dejaría sus indagatorias para el día siguiente.
Pero vaya sorpresa. Cuando regresó se encontró con que Alejandro hacía rato que había llegado y que organizaba a otro grupo de hombres que irían a buscarle ante la noticia de la aparición en el ataque del raro animal.
Al otro día, ya superada la extraña vivencia de la noche anterior, mi padre retornó al lugar donde tuvieron el encuentro con el demonio que le habló en patuá. Esperaba encontrarse con los destrozos de los campos cañeros del lugar, en la carretera entre Tamayo y Monserrate. Y vaya, ahí se llevó otra sorpresa, los cañaverales estaban intactos, sin maltratos, ni la destrucción que se pensó había dejado aquel portentoso perro negro que los atravesaba y parecía que iba destruyendo todo a su paso.
*El autor es periodista