Un buen ejercicio ciudadano –en este contexto de descrédito sin precedentes – sería exigir a los candidatos presidenciales que en el marco de sus proyectos de poder presenten públicamente una estrategia de gestión de la reputación del gobierno y del país.
Admito que se trataría de un elemento extraño y que, en cierto modo, podría confundirse y hasta intentar ser suplido con los manidos lineamientos de lucha contra la corrupción, llenos de consignas baratas y de promesas nunca cumplidas.
No se trata de lo mismo, aunque tampoco existe una disociación entre una cosa y la otra. Trabajar la reputación es asumir en forma integral un conjunto de prácticas que, en primera instancia, ayuden a quebrar la imagen de Estado fallido que arrastramos.
526 años después del choque cultural entre una sociedad relativamente avanzada y una comunidad en taparrabos, no tenemos resueltos servicios elementales de saneamiento ambiental como suministro de agua potable, disposición de basura y de excretas. Esto avergüenza.
Aunque rehuso convertir esta columna en una guía para abrumar, huelga decir que, a lo largo de los años, hemos destruido mucha riqueza en dispendio, francachela, asalto al erario y otros desmanes, mientras se incrementa aceleradamente la deuda social.
No alcanzan los recursos para quitarnos la etiqueta de país donde abundan el embarazo en adolescentes, los envejecientes consumidos en su miseria, las deterioradas carretas tiradas por cuadrúpedos, como símbolo de la sobrevivencia, desplazándose por la misma vía de las marcas más lujosas de vehículos, sin excluir las portentosas villas veraniegas en paralelo con soluciones habitacionales por debajo de los modelos precolombinos, ni la exportación de prostitución y de “know how” en narcotráfico.
En fin, todo eso –más la extendida conducta gansteril pública y privada en constante festín con los fondos del Estado- nos hace un país con una reputación en caída libre ante los ojos del mundo, algo que equivale a sufrir grandes pérdidas de oportunidades para el desarrollo. Nuestros intangibles como nación están desvalorizados y debemos recuperarlos. En 2020 podemos decidir la reinvención o el naufragio. Depende de la mayoría, de la conciencia colectiva. Estamos en un punto de quiebre.