La tentación de politizar la regulación –y esto no lo digo en menoscabo de la política, sino como una advertencia a “la politiquería”, una categoría execrable- acarrea el riesgo de reforzar un valladar que bloquea el desarrollo del país: la desconfianza de los ciudadanos en las instituciones.
No deberíamos dejar que esta debilidad –diagnosticada en distintas ocasiones por cientistas sociales como la raíz de todos los males del país (Jacques Atallí, 2010)- alcance un estadio de calamidad con prácticas malsanas como la fijación de precios y la aplicación de las normas en forma laxa, tocando la música de los intereses creados.
Tampoco es conveniente que “el populismo clientelar” instalado en el Congreso interprete las leyes a su manera o establezca percepciones distorsionadas para, prevalido del poder que le delegan los electores, convertir el ejercicio de legislar en una tarea de “amenazantes superhéroes”.
Causa preocupación que resoluciones, circulares u ordenanzas de organismos reguladores –adoptadas sobre la base de la ley- sean revertidas o enmendadas en el Palacio Nacional apostando a engrosar la sumatoria sostenedora de una “popularidad” con la cual es posible hacer de todo sin que nada pase.
La agenda de un político haciendo de regulador o de creador de leyes debería separar siempre lo personal- su interés de ser promovido en términos partidarios, reelegirse en el puesto que ocupa o recibir los aplausos de una “opinión pública aduladora”- de lo institucional: el esfuerzo técnico apegado a la ley como en todo régimen regulatorio respetable.
Necesitamos también entes regulados responsables, que pongan a un lado “el ventajismo”, derivado del cohecho y la complicidad, y hagan prevalecer el estado de derecho, reclamando por las vías legales e institucionales la corrección de fallas que pudiesen emanar del regulador.
En fin, jugar con fuego puede quemar.
Tan sólo el asomo de una crisis de regulación, como la que observo, debería tenernos con las manos en la cabeza. ¿Qué país les dejaremos a nuestros hijos?