En muchos sentidos, el último tercio del siglo XX y las primeras dos décadas del presente han sido una época de oro para el Derecho Administrativo latinoamericano.
Este medio siglo ha servido de marco a una discusión profunda sobre los aspectos teóricos y prácticos de la capacidad reglamentaria de la Administración.
Sobre todo en lo relativo a la intervención del Estado en la actividad económica, permitida por la Constitución de la República Dominicana siempre que aquella se ajuste al principio de legalidad, tal y como señaló el Tribunal Constitucional en su sentencia TC/0032/12.
Aunque de aplicación general, los reglamentos suelen tener un enfoque más modesto que las leyes. Es decir, sus fines son frecuentemente más específicos.
Es esta una de las razones por las que el legislador estableció la práctica de delegar en la Administración el desarrollo de los detalles de la aplicación de las leyes.
Permite una flexibilidad imposible para la ley.
Hasta ahí, todo bien. El problema surge cuando esta flexibilidad es aprovechada para poner la capacidad reglamentaria de la Administración al servicio de la creación de condiciones que favorezcan a un actor económico sobre otro.
De todos es conocida la facilidad con la cual una norma, que aparentemente se aplica a todos por igual, coincide en su texto o en la práctica con intereses privados.
Las herramientas son variadas: la definición técnica ajustada a un producto específico, la coincidencia con la estrategia de una empresa, la estructura de un procedimiento que sólo defiende los intereses de una de las partes.
La Ley 107-13 sobre Derechos de las Personas en su Relación con la Administración ha creado obligaciones para impedir que ocurran estas cosas.
Un buen ejemplo es la obligación de que el proceso de redacción de los reglamentos cuente con la participación del público. Esto permite que las partes hagan valer sus posiciones, y quede constancia de ellas.
Mas para que la cultura del acomodamiento cambie, debemos todos exigir transparencia a la administración pública.