Una crónica sobre cómo unas gallinas en la Bretaña, Francia, mataron a picotazos a un joven zorro que se coló en el gallinero y luego no podía salir, me recordó mi dilema familiar en 2012 cuando en casa debimos sustituir un pez Óscar terrorista.
Mi hijo tenía también en su pecera otros pececillos vistosos y un “limpia-fondo”, peje prieto feísimo cuya ingrata tarea es comerse los excrementos propios y ajenos…
Había paz en el reino “aguático” hasta que Giacopo (en hebreo significa “aquel que suplanta”), demostró un canibalismo tremendo.
Se comió primero a todos los demás pececillos excepto su compañera y el limpia-fondo cuyas espinas dorsales daban un aspecto satánico.
Pero luego ¡Giacopo se comió su esposa y al limpia-fondo! Los devoró terroríficamente dejando sus esqueletos, distinto a los chiquitos engullidos. Hubo reacciones horrorosas. Tirarlo por el inodoro, matarlo de hambre, congelarlo vivo, fueron sugerencias de vecinos. Reaccioné explicando la estupidez de atribuirle sentimientos humanos a Giacopo, parecido a suponerle defectos humanos, como vanidad u orgullo, a Dios… Pero lo regalamos.