Y como cada año, cuando llega la Semana Santa, vemos como el desenfreno se apodera del alma de las personas en el afán de disfrutar unos cuantos días de asueto.
La pregunta obligada de estas fechas es ¿dónde, cómo y con quién pasarás estos días? Y es que los mismos, propicios para la tranquilidad, reflexión y comunión, se han convertido en el boleto directo a la fiesta, los viajes y la parranda.
Lo lamentable de esto, no es cómo las personas deciden pasar estas vacaciones, sino cómo esa decisión termina afectando y perjudicando a los demás.
Intoxicaciones de alimentos y de alcohol, accidentes, riñas y muertes de grandes y pequeños es el panorama que queda plasmado en el lienzo cuando llega el final de los días libres y los principales titulares de los los periódicos y medios electrónicos hablan de pérdidas humanas y materiales.
La palabra moderación, repetida hasta el cansancio por los organismos de socorro y las campañas asumidas por muchas entidades y empresas, se diluyen en el alcohol, playas y montañas.
Ahora mi pregunta es: ¿de qué nos sirve vivir intensamente en el entendido de que beber hasta la inconsciencia sea intensidad, si la misma puede cortar la vida propia o la de otros?
Y lo alarmante es que no solo los adultos se intoxican con bebidas alcohólicas, los niños se suman a las funestas estadísticas, unas por descuido de los padres y otras por propia incitación de ellos.
Y después nos quejamos de la sociedad que tenemos, sin lograr entender que esa sociedad la hemos construido nosotros mismos.
Recordemos que vivir intensamente no es hacer locuras, vivir intensamente es disfrutar de lo que nos rodea sin morir en el intento.