Es la pregunta que surgió en Haití en el debate provocado por la conflictiva sentencia 168/13 del Tribunal Constitucional dominicano que afecta a miles de personas, en su mayoría sin papeles que los acredite como nacionales del país de Duarte.
El tema volvió al tapete en la coyuntura pre-electoral, momentos en que los tribunales correspondientes están en la tarea de rechazar la inscripción de aspirantes a candidatos a diversos puestos electivos. Una de las exigencias más estrictas es probar la nacionalidad haitiana de origen.
Influyentes figuras del poder y de la clase política se cuentan entre los rechazados. Como caso a destacar el de la primera dama Sophia Martelly, que aspiraba a la senaduría de Puerto Príncipe.
Sus adversarios sugieren que sea arrestada por haber votado en las elecciones de 2010 a favor de su marido, siendo estadounidense.
El motivo principal: pese a haber sido procreada por dos padres haitianos, la Primera Dama nació en Estados Unidos, donde por el “jus solis” obtuvo automáticamente la nacionalidad. No obstante, no se registró en un consulado haitiano.
Por su proyecto electoral, en base a las obligaciones legales, renunció formalmente a la nacionalidad estadounidense en marzo de 2014.
En la práctica jurídica haitiana, el “jus sanguinis” es una vía para ser haitiano, siempre y cuando el interesado pueda probar el lazo sanguíneo.
En el caso de los aspirantes a los más altos cargos electivos deben establecer que nunca han perdido la nacionalidad haitiana por naturalización, por lo menos hasta 2012, año en que entró en vigor la múltiple nacionalidad votada por el Parlamento en 2011.
Evidentemente, es un tema jurídico muy apasionante que provoca la ira de la diáspora, cuyos integrantes que huyeron de la dictadura duvalierista desde 1957 se ven afectados en cuanto a su plena participación política en su país de origen.
Es ese el contexto que el primer ministro haitiano Evans Paul, en una declaración de apoyo a la Primera Dama, se refirió a la situación en República Dominicana, donde se “están creando apátridas”.
Esto así, por las expulsiones anunciadas. Al respecto subrayó: “Hay quienes serán expulsados porque son negros o por su origen haitiano”.
El jefe del gobierno haitiano indicó que República Dominicana no los quiere aceptar como ciudadanos, mientras “en Haití no podemos inventar un ciudadano”, debido a que la ley define claramente las condiciones de obtención de la nacionalidad.
No vaciló en asumir que son apátridas.
Sin embargo, añadió que “cuando lleguen no vamos a basarnos sobre el color de sus ojos o de su piel para determinar su nacionalidad, porque entendemos que hay una mezcla racial en la población de cualquier país del mundo”
Desde luego, a nuestro humilde punto de vista el Primer Ministro erró en comparar el caso de la Primera Dama con el de los dominicanos de ascendencia haitiana en cuanto a la apatridia se refiere.
La frustrada candidata por su origen documentado y probado goza de la doble nacionalidad desde 2012. Su proceso de renuncia a la nacionalidad estadounidense no culminó aun.
En tanto, como siempre lo hemos sostenido, los desnacionalizados de la sentencia 168/13 no pueden administrativamente probar su ascendencia haitiana.
La convención de las Naciones Unidas del 30 de agosto 1961 para reducir los casos de apatridia está clara: “Todo Estado contratante concederá su nacionalidad a la persona nacida en su territorio que de otro modo seria apátrida”. No hay mejor ilustración para el caso que nos interesa.
Varios informes de la Comisión y dos sentencias de la Corte Interamericana de los Derechos Humanos establecen la responsabilidad legal de República Dominicana respecto a cerca de 100,000 dominicanos indocumentados convertidos en apátridas.
Ahora bien, en el contexto histórico de la independencia en 1805, Haití le dio la nacionalidad a los polacos y alemanes desertores del ejército de Napoleón.
Los que se quedaron se establecieron en Cazale y Fondo Blanco. También ofrecimos la nacionalidad a los judíos que huían del nazismo.
Le compete a la administración Martelly-Paul definir claramente cómo manejaría las repatriaciones y expatriaciones masivas anunciadas.
Recibir a los expatriados dominicanos seria dar una nueva lección de solidaridad al mundo. Rechazarlos es no hacerse cómplices de un Estado que crea apátridas. ¿Qué hacer?