No me equivoco si afirmo que una bien sedimentada apatía social, junto a la natural hipocresía humana manejada hábilmente por sus dirigentes, genera —inevitablemente— la ecuación cuasi perfecta para fabricar aberraciones de todo tipo.
Por eso vemos —para desgracia de la humanidad— sociedades basadas en normas en las que lo legal está por encima de lo que es justo, punto de partida para que los derechos de un ciudadano se coloquen por encima de los deberes del mismo ciudadano: voraz y fatal germen capaz de devorar todo lo que conocemos como civilización.
Confieso que la cantidad de preguntas que muchas veces me hago me abruman, de tal manera que en cada ocasión casi logran aplastarme, pero al final, siempre logro sacar a flote mi mollera.
¿Cuántas veces no he luchado en mi interior para no violentarme por la famosa “presunción de inocencia” y de los “derechos” del criminal, del pederasta y de los delincuentes en general? ¿Cómo justificar el secreto bancario, si no es para ocultar lo que no se puede divulgar? ¿Quién se acuerda de ese país europeo —si no es para admirarlo— donde se lava, entre otras cosas, casi todo el dinero sucio del mundo?
¿Por qué el mundo calla cuando el país más corrupto del mundo es precisamente el que clasifica la corrupción de los demás y no la suya?
¿Por qué admitimos, indiferentes, que un embajador cualquiera critique públicamente lo que decide en pleno ejercicio soberano el Congreso Nacional y dice —con desparpajo— lo que tenemos que hacer?
No tengo dudas de que el rumbo hipócrita que ha tomado la sociedad moderna viene de lejos y siempre de la mano de los políticos, sustentadores históricos de la doble moral.
De no ser así, cómo explicar que cuando —por desgracia— un bebé es torturado, violado y/o asesinado, se contempla una condena máxima de 30 años al criminal, mientras que si una mujer es torturada o es violada y/o asesinada, se piden 40 años de cárcel. ¿Legal? Absolutamente. ¿Justo? Sea usted el jurado.
Cierto es que estamos viendo un alarmante brote de violencia que ha perjudicado a muchas mujeres, lo que se ha catalogado como de “género” —entrecomillado aposta— y, con razón, muchos son los preocupados por tal ensañamiento.
Pero, encasillar la violencia a la manera de como se está haciendo cuando una mujer resulta lastimada por un hombre, me parece un error de juicio que va más allá de una percepción parcializada, dado que la violencia, en la realidad, va dirigida en todas las direcciones y alcanza a todo ser vivo sin distinción: a hombres, a mujeres, a niños y ancianos; con saña, ha sido dirigida contra las miles de diferentes especies víctimas ya del exterminio y de tantas otras colocadas hoy al borde de la extinción.
Sin olvidar que los mares, los ríos, el aire, la tierra, los árboles, padecen sus embates a niveles tales que el crimen ecológico nadie se atreve discutir.
A pesar de que esto es evidencia irrefutable de violencia generalizada contra todo y contra todos, en verdad poco importa, ni interesa, pues se insiste —con ahínco manifiesto— en lo de “violencia de género” o “violencia machista”, como si no existiera la que, con mayor virulencia aun, afecta a los demás seres vivos.
Si examinamos las estadísticas, veremos que, por cada mujer que un criminal ataca y le quita la vida, hay —por lo menos— quince hombres más que son víctimas fatales del mismo tipo de predador, lo que quiere decir que el hombre maltrata y elimina mucho más a hombres que a mujeres, aquí y fuera de aquí.
Por tanto, ¿cómo estar de acuerdo con una cruzada de denuncias por la pérdida de 150 mujeres –que es una barbaridad– entre 2000 asesinados en un año? Como parece que los demás no cuentan, deduzco que la intención es hacer del género lo único destacable de una agresión, no qué la motivó, tampoco el hecho mismo del crimen y, mucho menos, sus implicancias sociales, económicas, incluso, penales. Y eso no es científico, más bien un insulto, por demás, innecesario. (Continúa)