He dedicado estos últimos días y semanas a la meditación y al silencio. Los afanes de la cotidianidad y por sobrevivir en ambientes con frecuencia complejos hacen más difícil y dificultosa la tarea de ser uno mismo y de cumplir con las metas por las que es preciso esforzarse.
Desde aquellos días lejanos, cuando apenas empezaba a recorrer los senderos de la adultez, me sentía convencido de que, para que la vida tenga sentido, es imprescindible poseer propósitos y metas.
Sin esas creencias e ideales puede que nuestro paso por este universo se transforme en una cotidianidad vacía de contenido y de fines loables.
Es esencial ser laborioso y sentirse persuadido de que los años de existencia que se nos conceden y que transcurren con vertiginosa celeridad, deben estar normados por esos ideales.
He leído y escuchado, además de estar convencido, que nuestro paso por este mundo es equiparable con el ir y venir de la brisa entre los arbustos. Uno observa cómo se estremecen las hojas y, en breve, retornan a su estado de relativa calma. Esa es la vida.
Estoy persuadido de la presencia muy poderosa tanto del bien como del mal.
Es un trago amargo que es preciso abrevar tarde que temprano no una sino muchas veces. Uno de mis libros más aleccionadores lleva como título “Estas oscuras presencias de todos los días”.
Los obstáculos surgen por doquier como la mala hierba. En nuestro entorno existencial hay personas muy buenas y maravillosas, así como gente muy mala y perniciosa.
Nunca soslayemos la presencia de la maldad que se multiplica de manera espontánea con una celeridad casi inconcebible.
La vida me ha enseñado que no importan tu entereza, tu capacidad para el bien o tu generosidad. El mal acecha en todas partes, su prolijidad no tiene límites y siempre está presto a asestar duros golpes a tu integridad, a tu bonhomía, a lo mejor de tus deseos, intenciones, aspiraciones y sueños.
Por eso, tras redescubrir esa generalizada presencia de la maldad, en tantos lugares, así como las actitudes e intenciones más equívocas, he retornado a la relectura meditativa de un libro de mi autoría en el que descubro nueva vez verdaderas y hondas lecciones sobre la práctica del bien y de los reales avances del mal en la existencia de cada ser humano y en las diversas sociedades que conforman el mundo como lo conocemos.
Se titula “Rastros de cenizas” y viene a ser la continuidad de otra novela que escribí y publiqué años atrás, titulada “Bruma de gente inhóspita”, en la que procuro interiorizar en la presencia de lo equívoco en nuestra cotidianidad, en las relaciones con los demás y el ambiente que nos rodea.
En «Rastros de cenizas» se hace énfasis en la conformación de una sociedad sujeta a patrones de experimentación en la que tanto su estructura como los seres humanos que la habitan devienen en conejillos de indias de propósitos tan equívocos como aviesos
En «Rastros de cenizas» los parámetros que conocemos sobre el bien han sido erradicados a sangre y fuego. Predomina, entonces un ámbito de crueldad y de control en extremo complejos y malignos.
En un país azotado y alienado por una poblada previa muy sangrienta, empiezan a aplicarse esquemas y conceptos de control y dominio a modo de ensayo, a fin de generalizar dichas prácticas en un contexto más extenso, que abarca gran parte de la geografía humana.
Se desnaturaliza la sociedad y se desconoce de manera absoluta la condición humana, su integridad, su dignidad, sus derechos.
En esta fase de experimentación el mundo deviene en una situación donde el horror y la crueldad resultan predominantes.
En el contexto de este oscuro drama, el oficial Enrique de la Paz despierta sobresaltado y se pregunta “si es víctima de algún quebranto”.