Con la desaparición física de Ramón Oviedo se va un concepto y una visión del arte, y más aún, de la vida del artista plástico de una época.
De temperamento sereno y meditativo, pero inventor de un torbellino de metáforas visuales con las que creó un mundo a imagen de una realidad que bordea la vigilia y la ensoñación, entre la figuración mágica y la abstracción onírica, Oviedo le imprimió a la pintura dominicana del siglo XX una personalidad identitaria de espléndida potencia imaginativa.
Sus murales, sus dibujos y sus pinturas -en distintos formatos y funciones expresivas-, lo definen como un artista de fulgurantes destrezas en el pulso compositivo de su tiempo. Pendolista y creativo publicitario, en algún momento de su trayectoria artística, Ramón Oviedo fue configurando una magna obra plástica que lo sitúa en un espacio ejemplar en el panorama de las artes visuales del Caribe y Latinoamérica.
Como pintor destaco un rasgo peculiar que pocos resaltaron: su humor. En efecto, le inyectó a su obra pictórica una ironía muy difícil de alcanzar, faceta expresiva que no muchos artistas exploran, y que acaso la asimiló del “humor negro” de los pintores surrealistas o de su vena de caricaturista.
Basta pensar en sus autorretratos cargados de una auto-parodia, de una fuerza humorística y mágica pocas veces vistas en el país. Oviedo fue un pintor inclasificable que se renovó eternamente.
Era el joven de casi un siglo que pintaba con manos mágicas y con mirada de ángel. Nunca pintó el mismo cuadro.
La variedad dentro de la unidad compositiva de su mundo plástico trasciende su época y su obra misma. Sus pinturas de acento surrealista, a ratos; expresionista, otro tanto, o cubista, en otra dimensión, tienen la tinta de la magia y el misterio del sueño.
Intérprete de la historia épica dominicana, de estilo múltiple y cambiante, Oviedo fue el pintor que hizo una alegoría del drama humano de nuestra isla, y que plasmó, a un tiempo, con rabia y humor, en sus obras pictóricas. Muralista e historiador visual, este artista representa el realismo mágico de la luz y el color tropicales.
La última vez que nos vimos fue el año pasado, en el Museo de las Casas Reales, en la exposición de su nieto y discípulo aventajado Omar Molina Oviedo.
Con su voz apagada y con sus fuerzas disminuidas -pero que nunca perdió su educación del carácter-, me agaché y acerqué mi oído derecho en su rostro para decirle que el próximo número de la revista País Cultural estaría dedicado a él como homenaje a su trayectoria. Tuvo fuerza para decirme: “Muchas gracias”.
Era pues un hombre de una humildad no moderna sino clásica; de escasa instrucción académica, pero que compensaba con una educación cultivada al calor de la conversación con los maestros y a su inteligente oído para escuchar las palabras de los instruidos.
Quizás en esa atmósfera en el cultivo del arte de la amistad residió su educación ciudadana y su sabiduría para asimilar la influencia de los maestros de la pintura y para saber actuar en la sociedad, como un ciudadano consciente de su rol cívico.
Con su muerte podemos decir, no sin franca satisfacción, que le hicimos los reconocimientos y homenajes que se merecía en vida, con la concesión del Premio Nacional de Artes Plásticas, una Bienal, la dedicatoria de la Sala de Artes del Ministerio de Cultura y la dedicatoria del número 16 de la revista País Cultural, en la que aparecen decenas de sus pinturas y dibujos, y, de igual modo, con la exposición retrospectiva del Museo de Arte Moderno en 2014, que incluyó un libro monográfico de su obra.