La autonomía del pensamiento no respeta fronteras. El vuelo de la imaginación puede superar los límites de todo lo que nos pudiera parecer indescifrable.
De modo que el mundo de lo desconocido se achica en la medida que aumenta el esfuerzo intelectivo que lo trasciende. Abstracción e intuición, facultades exclusivas del ser humano, legitiman el valor genuino de la razón especulativa, cuyo accionar puede tocar los dinteles del infinito.
Afirmamos que las proposiciones científicas incontrovertibles, son verdades universales fruto de la razón metódica auxiliada por la experiencia. Pero el conocimiento derivado de ese esfuerzo conjunto, es en última instancia el producto más acabado de la función filosófica. Porque cada ciencia tiene su propia filosofía y nace de ella.
De lo contrario no habría dado sus primeros pasos. Un doctorado en la materia acredita a quienes dominan las herramientas idóneas de investigación que consolidan, modifican o suplantan los fundamentos paradigmáticos de una rama científica determinada.
Pero las diferentes especialidades científicas no son más que divisiones facilitadoras del conocimiento general. Sus alcances han sido fijados convencionalmente, pese a estar indefectiblemente entrelazados mediante una jerarquía de interdependencia obligatoria.
Se debe a que la unicidad luce ser parte de la validez universal del conocimiento. Su formación en el tiempo obedece a concatenaciones progresivas que acumulan como un todo el inventario global del saber.
Las reacciones químicas, verbigracia, no tendrían lugar al margen de las propiedades físicas de los átomos. Separado del cuerpo humano, tampoco el cerebro emitiría una sola idea con el único concurso de sus funciones neuronales.
Como ley inexorable de la naturaleza, existe una interconexión armoniosa regente del orden cósmico. Igualmente, las condiciones de posibilidad de la vida parecen responder a mandamientos biológicos inalterables.
Favorecidas por el medio propicio, materia y energía se combinan para interactuar y generarla. El ciclo orgánico de todo ser viviente parte de esa energía externa que su mecanismo de auto regulación demanda para convertirse en una entidad viable.
Pero la permanencia de sus funciones vitales se da en función de la estabilidad de su equilibrio interno.
Estabilidad y equilibrio imponen el orden que impide el predominio del caos.
La vida es en esencia carbono. No se manifestaría de no producirse el enlace adecuado entre hidrógeno y oxígeno, elementos que en su justa proporción generan el agua que la vida necesita en estado líquido para florecer.
Sería sin embargo un fenómeno improbable, si la atmósfera no mitigara las radiaciones solares para propiciar, mediante el efecto invernadero, la temperatura conveniente y filtrar la luz requerida por la fotosíntesis, con la que inicia el ciclo de la vida.
Aún así, la vida no prosperaría si el planeta se situara fuera de la zona de habitabilidad. De su distanciamiento del sol depende la temperatura que la favorece. En sus movimientos orbitales la Tierra se aleja cíclicamente del astro rey, quedando de tal forma determinadas sus condiciones climáticas.
Al margen del tiempo y del espacio, la interpretación del movimiento sería ilusoria. Todo cuanto existe se mueve en el plano de ambas dimensiones.
Las leyes físicas del movimiento, son auxilios primigenios cruciales para el avance de la ciencia; pero su descubrimiento estaría por verse sin el apoyo de la geometría y del cálculo que la mente humana ha intuido.
Las placas tectónicas se mueven independientemente. Son estructuras geológicas de planetas rocosos como el nuestro, que al desplazarse desempeñan también una función estabilizadora. Mantienen el equilibrio térmico liberando la energía excedente acumulada en su centro. De ahí los terremotos.
La masa terrestre ejerce a su vez el efecto de atraer a los cuerpos hacia su superficie. Pero el vacío es una invención del ingenio humano que anula en laboratorio la resistencia de otras fuerzas para verificar el comportamiento de los cuerpos precipitándose en caída libre.
Entonces aprendemos que sin importar su peso y su tamaño, todos caen al mismo tiempo afectados por la misma aceleración gravitatoria. Igual al derrumbe del hombre afanado en el laboratorio de la necedad; al declive de los pueblos sin propósitos. Todos terminan cayendo de igual modo.