Hubo una vez, un par de listos coincidieron en una organización cuyo ADN incluía la soberanía nacional como carga genética sagrada.
A esa organización la formaron en tiempos, por cierto, muy duros, hombres recios, sin miedo, poseídos por el espíritu de los Trinitarios de Juan Pablo Duarte decididos a reconstruir el país, y listos para luchar contra la impunidad de la que han gozado desde siempre los políticos y delincuentes en general.
Pero con el paso del tiempo comenzaron a acumularse más las obsesiones que las ideas y otros intereses emergieron como por arte de magia; al tiempo de que un “oportuno” olvido de sus orígenes tomaba cuerpo, lo viejo se moría, lo nuevo se pudría rápidamente…, y todo comenzó a desmoronarse.
Supongo que, en momentos de arrulladora complicidad, imagino crucial la cuidadosa selección de múltiples detalles para una ejecución pulcra de la urdimbre, comenzando por tener bien claro que, en la conducta y en el discurso de un político, como en una morcilla, cabía de todo, sin faltar eslóganes insustanciales, frivolidad y cursilería por un tubo; eso sí, enfocados siempre en sus principales objetivos que, por demás, se han revelado siniestros para la República.
Por las vueltas que da la vida, la vanidad de uno y el resentimiento del otro se han mostrado infinitamente superiores al talento de ambos, quienes, al parecer, esperan que la historia perdone que se les ericen los pelos del cogote con solo pronunciar las palabras dignidad, dominicanidad, soberanía. Dedicados en cuerpo y alma a exagerar sus propias virtudes y desorbitar los defectos de su propio pueblo, no han advertido, tal vez, lo que ofende su empecinada pretensión de intentar engañar a los ciudadanos con la farsa de crear un fervor hatero populista moralmente indigente.
Tengo claro que la corrupción en los políticos no es en sí misma una desviación en la aplicación de la política, sino, más bien, una parte esencial de su funcionamiento básico, ya que, en política, dicen ellos mismos con cierto aire de autosuficiencia, se hace lo que conviene; pero lo que no dicen es que lo que conviene en política casi nunca resulta ser lo correcto.
Quizás, por ese mismo motivo, pasan por alto que cuando se hacen cosas retorcidas por debajo de la mesa, al mismo tiempo van tejiendo el camino que los conduce al fracaso. Y es cuando vale la pena recordar uno de los más famosos aforismos de W. Churchill, “el problema con el suicidio político es que uno queda vivo para lamentarlo”.
En cualquier caso, si estos políticos fueran serios y hubiesen ejercido como tales, probablemente la deriva por la que transita nuestro país sería bien distinta. Pero no los culpo del todo, porque, total, hemos sido nosotros mismos los que hemos decidido vivir en un estado de incompetencia e informalidad permanentes, jugando irresponsablemente a ser amiguetes justificadores de los más vulgares embusteros.
Y es por este tipo de infortunios, junto a la siempre execrablemente útil abulia de la ciudadanía, que mantenemos una intimidad idílica interminable con el atraso y el oscurantismo.
Así, pues, conocidas ya las formas, y los objetivos, estemos listos, pues, para asistir a nuevas formas de ultraje.