Constantemente escucho a muchas personas decir que quisieran seguir a Dios y obedecer sus mandamientos, pero no lo hacen porque entienden que antes de tomar esa decisión deben ordenar su vida con Dios.
Parten de la premisa de que pueden hacerlo solos, desconociendo que sin la dirección de Dios es imposible lograr esa transformación.
Él es el único que puede ayudarnos a abandonar los hábitos pecaminosos que nos llevan a la perdición, distracción, sufrimiento y miseria.
Esto se debe a que, como dijo el apóstol Pablo, el pecado mora en nosotros, y por nuestra propia cuenta no podemos hacer el bien que queremos, sino que muchas veces hacemos el mal que no queremos. “Queriendo yo hacer el bien, hallo esta ley: que el mal está en mí”, (Romanos 7:19-25).
En ese pasaje bíblico Pablo explica cómo su ser interior se deleitaba en el bien y en someterse a los mandamientos de Dios, pero su cuerpo lo lleva cautivo a realizar el mal que no quería hacer, como hoy le puede suceder a muchos.
“¡ Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?”, dijo Pablo en el versículo 24 del capítulo 7 de Romanos.
La respuesta es Dios. Jesús, dijo: “vengan a mí, todos los que están cansados y cargados, y yo los haré descansar”, (Mateo 11:28).
Con esto afirma que una aceptación y rendición ante él nos abre las puertas hacia una transformación que nos conduce hacia una vida digna, de respeto no solo a Dios, sino hacia nuestro propio cuerpo; al que maltratamos y ridiculizamos con nuestras malas conductas.
Muchos han intentado cambiar varias veces, sin ver resultado. Pero Jesús aseguró que “aquel que beba del agua que yo le daré, no volverá a tener sed jamás, sino que dentro de él esa agua se convertirá en un manantial del que brotará vida eterna”, (Juan 4:14).
Esto indica que no debería seguir intentando arreglar su vida por su cuenta antes de venir a Dios, porque está claro no lo logrará. Lo correcto es acercarse a él tal y como usted está y dejar que Dios lo transforme.