Apenas avanzaba la noche y la ciudad respiraba una tensa calma. Se decretó “toque de queda” y los ciudadanos se refugiaron en sus casas. Un solo silencio se esparcía por calles y avenidas interrumpido solo a veces por esporádicas y estruendosas bombas caseras. Las patrullas policiales y militares se desplazan presurosas a barrios y zonas desde donde provenían los estallidos.
Los parroquianos se abstenían a salir a las calles. Nadie sabía desde donde vendría una agresión. Por eso la gente se encerró en sus casas y algunos observaban por pequeñas rendijas de puertas y ventanas. Los niños y adultos se mantenían por temor a balas perdidas y no perdidas, alejados de las frágiles paredes de las residencias de madera y zinc.
-“La policía mató a Bililo Nín”-, corrió la noticia por toda la ciudad. La situación se tornó más tensa y la gente comenzó a refugiarse en sus casas a espera de una reacción popular.
Nín era un aguerrido cuadro revolucionario de la época que llevaba una vida semi-clandestina debido a la persecución policial. Se ocultaba con otros camaradas en la casa del final de la calle Nuestra Señora del Amparo cuando se escuchó el disparo. Una bala mortal, certera, le penetró directa al corazón. Nín cae mortalmente herido y la confusión atrapa el lugar. Los allí presentes, perturbados, se sumen en la mudez. No encontraban qué hacer, no esperaban la caída brusca, insospechada de su mentor y líder, quien fungía de entrenador sobre propaganda y métodos estratégicos de guerrilla urbana.
Un agente de la policía que visitaba a su novia en la casa del frente escuchó el disparo que mató a Nín y entró en pánico. –“Me están tirando coooño, me están tirando…”, dijo exaltado a su compañera y soltó sobre la mesa el vaso de jugo de china que tomaba, y sacó su arma en actitud defensiva. Creía realmente que le disparaban y sin medir consecuencias, ni pensarlo mucho, salió a la calle y comenzó su propio tiroteo. Disparaba en toda dirección mientras corría despavorido calles hacia abajo a la estación policial.
A partir de esta acción todo el mundo decía que el Cabo César había matado a Nín. La organización a la que pertenecía el cuadro revolucionario se encargó de reforzar esa creencia, imprimió y distribuyó miles de volantes por toda la ciudad con las inscripciones: “La Policía mató a Pililo Nín”, “Policía criminal, mató a Nín y va a pagar”.
II
Semanas antes tuve en mis manos lo que pudo ser el arma homicida. Llegaba a la ciudad procedente de mi pequeño poblado y al entrar a la casa que mi hermano Vinicio tenía allí alquilada, se me acercaron de manera furtiva Carlitín y Nín. Mi dijeron que éste último tenía problema porque la policía lo asediaba y temían que le encontraran el arma que portaba sin permiso. No tenía donde esconderla por temor a que en una requisa a su residencia la policía la encontrara. Me pidieron entonces que la guardara allí un par de días. Asentí a hacerlo y en mi subconsciente primaba el criterio de que mi colaboración era una valiosa acción revolucionaria, no un riesgo medular y procedí a ocultarla.
Como no la procuraban, retorné a mi poblado y dejé el arma en un escondite de la casa. Pasó el tiempo y no volví a la ciudad. Un día estando en el liceo me llegó el mensaje de que tenía que volver a la ciudad porque unos camaradas me procuraban insistentemente. Me dijeron que éstos me atribuían haber tomado el arma de una organización clandestina y que esta temía que yo se la hubiera entregado a otra de la competencia. Para entonces en el campo revolucionario se libraba una lucha interna tenaz, letal entre pro ruso y pro chino, entre los que creían y procuraban accionar la lucha armada y los que predicaban la disputa política en frentes de masa para enfrentar el gobierno.
Volví a la ciudad y allí me esperaban, fui al escondite y busqué temeroso el arma. Para mi tranquilidad estaba allí, tal cual me la habían entregado, dentro de una funda y envuelta en varios pedazos de tela. Ni mi hermano ni nadie supieron nunca que esa arma estuvo allí. Carlitín y la persona que le acompañaba la tomaron y se marcharon fugaz del lugar.
III
Escuchaba una mañana cualquiera de los años setenta el noticiario Noti Tiempo de Radio Comercial cuando se dio la información de que un agente policial dio muerte de un balazo letal directo al corazón al dirigente popular Pililo Nin. La población está expectante y se esperan protestas en las calles de la ciudad.
Quedé en shock. Mataron a Nin. Pero hace apenas unas semanas estuve con él, no puede ser. Muchas cosas corrieron por mi cabeza en ese momento, pensé el riesgo a que nos exponíamos en medio de esta vorágine sin fin en la lucha por la libertad. La represión y la resistencia popular habían llegado a un clímax que no se sabía cuándo y quién caería en medio de este tenso trajinar social y político.
La sociedad estaba marcadamente dividida en dos. Los que apoyaban con celos patológicos el régimen y la resistencia popular representada por una amalgama de organizaciones, a la cabeza de las cuales estaba la juventud aguerrida, sacrificándose por una lucha que parecería eterna.
Tiempo después me encontré con una persona con la que había compartido en el frente de lucha y comenzamos a rememorar aquella época aciaga en la que el peligro asechaba a cada momento y no parecía tener fin. Caímos, en la conversación, en la atmósfera que rodeó la muerte a destiempo de Nin y yo le hice referencia del arma, que la había ocultado en una oportunidad.
-“Se cree que fue con esa arma que mataron a Nin”, me dijo. Quedé estático y tras un silencio atiné solo a preguntar, -¿Cómo así…? –“Ocurre que no fue el policía quién mató a Nin, sino un camarada a quien enseñaba a manipular el arma”, me apuntó.
-“No puede ser…”,- dije. – ¿Y el policía cómo apareció ahí?- seguí indagando. Entonces me contaron este increíble relato. La gente que estuvo allí decidió proteger al camarada para no culparlo de lo que al parecer fue un accidente. Nin dio a manipular el arma a éste sin reparar que tenía una bala en la recámara y pum se disparó. ¡Increíble, increíble…¡