Lo primero es que llegamos al fin de abril de 2020, con una crisis sanitaria, económica y social en desarrollo desde diciembre de 2019, poniendo parches donde hay hoyos y un trapo donde entra el agua.
La clase política se ha mostrado incapaz para dotar al país de un paquete de medidas coherentes, coordinadas e integrales, tanto de índole estatal como privada.
Eso implica al Gobierno y al Congreso, a todos los partidos políticos, al menos los que tienen cuota de representación y toma de decisiones.
Por otro lado, llegamos a esta crisis con una sociedad rota entre 22 salarios mínimos que casi ninguno cubre la canasta esencial para sobrevivir; una mayoría de trabajadores en la informalidad; un Código de Trabajo que permite a la clase patronal despedir, suspender y disponer a gusto; sin seguro de desempleo y sin fondos de contingencia social; un Estado insuficientemente financiado y una carga tributaria injusta que no distingue los bolsillos más llenos de los más vacíos.
Se actúa con la inercia de un Estado raquítico, endeudado, asistencialista y paliativo, y una sociedad bajo “la mano invisible del mercado”.
En tercer lugar, un Sistema Dominicano de Seguridad Social que ni da seguridad ni es social: es esencialmente excluyente, precario, condicionado al empleo y al bolsillo de cada quién, organizando para el sálvese quien pueda, y diseñado para la ganancia financiera de unas empresas llamadas AFP y ARS.
Juntas, han absorbido ya más de 120 mil millones de pesos que no han ido ni a pensiones ni a salud. Dinero botado por la alcantarilla, o mejor dicho: sacado de forma parasitaria a un 98% de micro, pequeñas y medianas empresas, y a un 71% de trabajadores y trabajadoras que ganan como máximo 25 mil pesos.
Ante todo esto, no ha habido jamás la voluntad política de legislar y fiscalizar, para poner en orden lo que funciona mal; para sustituir lo que no debe seguir existiendo; para crear aquello que sería la solución correcta, bajo la premisa del Estado social y democrático de Derecho.
Sencillamente porque hay intereses y poderes que no se tocan, que no están sujetos a la democracia.
Estos ingredientes combinados con el miedo al contagio por un virus súper agresivo, a escala mundial, son la causa de que una parte de la población -la mayoría- se sienta desprotegida, desorientada e insegura.
Ese ambiente de angustia es el perfecto para las soluciones tipo comida chatarra, que llenan pero no alimentan; más en tiempo de campaña, donde la imagen “lo vale todo” y la obsesión son los registros de “impacto” en las redes sociales.
En el caso del sistema de pensiones hemos dicho claramente lo que sería justo: entréguese a quienes lo necesitan un bono de contingencia que sea cubierto con las ganancias presentes y futuras de las AFP, no a costa de los fondos de los afiliados; exonérese a las empresas y trabajadores de las cotizaciones a las TSS mientras dure la crisis sin perder ninguna cobertura; suspéndase el pago de la deuda pública con las AFP y oriéntese esos recursos a apoyar a las empresas y empleados, así como a la población en general.
Es la hora de tomar decisiones para proteger a los trabajadores formales e informales, a los empleadores y las capas medias, que son los grandes sectores golpeados. No den analgésicos, no permitan que se sufra todavía más, no les perjudiquen innecesariamente, ni carguen sobre ellos y ellas el peso de la crisis.
Y eso se hace con justicia, con solidaridad, con compromiso democrático, con seriedad y con valentía.