¿Qué sucede en Europa?

¿Qué sucede en Europa?

¿Qué sucede en Europa?

Todo el mundo conoce que Europa –cuna de las ciencias, de las artes y la cultura– es, desde sus orígenes, ágora de profundas diferencias, de inestabilidad y de conflictos. No es sorpresa, pues, que la fragmentación de nuevo haya emergido a través de diversos ímpetus nacionalistas, detonantes clásicos del aislamiento y la intolerancia, bases de las que surgen todo tipo de deformaciones sociales.

Cierto es que los europeos –ilustrados y corteses, pero, soberbios de toda la vida– han sabido organizarse en sociedades evolucionadas; sin embargo, al estar siempre enfrascados en piruetas suicidas, no han podido evitar vivir despellejándose entre sí y han trasladado una incertidumbre destructiva a su propio futuro ya encanecido desde que fue engendrado.

Ellos mismos, como aliados circunstanciales, se han encargado de garantizarse interminables noches de insomnio al estar moviéndose en constante hostilidad en todo el transcurrir de su historia.

A pesar de estos antecedentes, su desarrollo va más allá de lo extraordinario; lo inexplicable es que parecen complacidos al abrirse camino sembrando su propia ruina, lo cual no deja de ser un cruel contrasentido.

Hoy –una vez más–, poderosos rasgos contradictorios, igualmente peligrosos, se pasean por todo el continente, amenazando con la secesión, lo que –más tarde o más temprano– dará al traste con el equilibrio y el bienestar social de todo el proyecto unitario de la UE al ponerla en jaque mate, si es que no la han convertido ya en una quimera.

Igual se ve a una derecha que se propaga como la verdolaga con renovado vigor, como a una izquierda cargada de una gran hostilidad hacia esa Europa carolingia retenida por una élite financiera voraz y un holding militar que toman a sus propios países como accesorios intrascendentes buenos para ser intoxicados con sutilezas a manera de entretenimiento.

Irónicamente, el intervalo de tiempo llamado “guerra fría” –que marcó las relaciones internacionales desde 1945 hasta la firma de la Carta de París en 1990, entre la URSS, EEUU, y 30 estados participantes en la Conferencia para la Cooperación y Seguridad de Europa– es el período más largo de paz en Europa desde los tratados Osnabrück y Münster en 1648, mejor conocidos como la Paz de Westfalia, que puso fin a la guerra de los 30 años en Alemania y a la guerra de los 80 años entre España y los Países Bajos.

No cabe duda de que la crisis económica actual, el desempleo, la indignación y la inseguridad, pueden perfectamente aplicárseles a las fallas de la función regulatoria por parte de Bruselas –léase de Frankfort–, y, claro está, a la pérdida del centro hegemónico mundial al que, dicho sea de paso, no le desagrada el “tira y jala” europeo.

Y esto es así, porque de alguna manera, disminuye la tensión de algunos de sus problemas geopolíticos, a la vez que obtiene grandes ingresos tanto en la caída como en el aumento de los indicadores básicos de las actividades comerciales.

Por desgracia, lo que veo en el sedimento son las heridas de la historia que, de viejas, supuran solo problemas, pues, la locura del odio y la codicia mutilará para siempre la civilización en un futuro no lejano; pero, no será el fin, sino el inicio del horror. Y no me miren así…



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