Venezuela es el país suramericano más afín con la República Dominicana por razones históricas y coincidencias culturales. Cada vez que uno ha padecido alguna dictadura o atrabanco, la solidaridad del otro ha estado manifiesta.
Nuestra sexagenaria democracia no puede, pues, asumir ningún rol distinto al inequívoco apoyo que el presidente Abinader ha expresado ante la visita a Santo Domingo del presidente electo venezolano, Edmundo González, escogido por su pueblo para sustituir al indeseable patán Nicolás Maduro.
Las penurias de Venezuela pese a ser un país riquísimo por su petróleo, prueban otra vez que las dictaduras de izquierda poseen más potencia destructiva que las bombas atómicas.
Los timbales que le faltan a sus militares —temerosos de sus controladores cubanos y rusos— para tumbar a Maduro y restaurar la democracia, los tiene la líder opositora María Corina Machado, cuyo secuestro ayer presagia el principio del fin de la larga noche chavista.
Como leí ayer en un tuit de Eduardo Jorge Prats, quien alegue no ver la esencia tiránica del chavismo, “es porque quiere ser un perfecto idiota de izquierda, derecha, ambidextro o manco”, pero idiota o sinvergüenza al fin.
Tras tantas intervenciones gringas por malos motivos, que Biden termine o Trump comience con un rescate democrático de Venezuela, con fuerza militar, daría enorme prestigio a la deteriorada imagen internacional de los Estados Unidos. Y que caiga el podrido Maduro.