MANAGUA, Nicaragua. Hay días y noches extraños y debo confesarme que la noche recién transcurrida y este amanecer desbordado de luz forzosamente deben ser de estos. Despierto muy tarde en la noche asediado por presencias del pasado y, entonces, incapaz de conciliar el sueño, me siento al borde de la cama preso del desconcierto, haciéndome preguntas y cuestionando sobre aquellas personas cuyos rostros han transcurrido frente a mis ojos y que me han observado largo rato sin hablar …
Me ha ocurrido varias veces a lo largo de muchos años. Recuerdo haber visto a mi madre Aurelia, meciéndose despacio en una mecedora, en la casa familiar de la calle Eduardo Vicioso, en Bella Vista, y en su rostro se manifiesta una agobiante tristeza. Siempre la recuerdo, quizás porque extraño su risa en contraste con esos días y años finales desbordados de tormento, angustia, enfermedad. La alegría dijo adiós para siempre y nunca jamás retornó.
Tras su desaparición física, el vacío y la tristeza deshicieron la paz y el sosiego de la familia. Años después le correspondió a mi padre y me consta que antes del anochecer su vida fue triste y solitaria. Cierro los ojos y pienso que una existencia que fue entusiasta alguna vez, empezó a apagarse. Quién sabe si su despedida quizás fue una piadosa manifestación de alegría y liberación.
A veces reflexiono que le afectaron mucho las violencias de la insurrección del 1965 cuando numerosos establecimientos comerciales de su propiedad fueron desmantelados y saqueados tras la “Operación Limpieza” ejecutada por tropas que arrasaron a sangre y fuego los “comandos” de jóvenes rebeldes que se hicieron fuertes en la parte Norte de Santo Domingo, en Ciudad Nueva y la Ciudad Colonial durante la Insurrección de Abril.
Mi madre Aurelia contempló abatida ese derrumbe progresivo de una forma de vida en la que, de seguro, disfrutó de sus momentos de alegría. Poco después, mi hermana mayor Paula fue operada de una apendicitis y la sala en que se hizo la cirugía estaba contaminada. Murió en medio de muchos sufrimientos y una prolongada agonía.
Mi hermano Pablo, un próspero empresario, corrió peor suerte. Recuerdo esa madrugada cuando el teléfono timbró y alguien desconocido me pidió que me presentara en su casa con extrema urgencia. En el lugar ya se encontraban algunos oficiales policiales que me permitieron entrar. Lo recuerdo como ahora, sin vida. Una disputa doméstica terminó en una confrontación física y quien fuera su compañera, poseída por los celos, le hizo varios disparos a quemarropa que le robaron la existencia.
Mi hermana menor, Cruz Mercedes, apenas tuvo una hija. Vivía en Miami y una noche la llamaron para decirle que, al retornar a su casa, la joven sufrió un accidente de tránsito que le robó la vida. Nunca pudo recuperarse. Años después, falleció en el curso de una cirugía de tiroides.
Meses atrás, mi hermana Zoila, una doctora eminente, falleció víctima de una enfermedad mortal. Era una persona que disfrutaba cada cosa buena de la existencia. Pese a ser una profesional brillante no se dispensaba a sí misma los cuidados que con tanta dedicación ofrecía a los demás.
Esta noche, tras unas pocas horas de sueño he visto cruzar frente a mis tantos rostros, escenas, desdichas. Una noche extraña que presagia un día poco amable y de reflexiones profundas sobre esta existencia nuestra de cada día. Porque ¿qué es la vida, sino una ilusión?