Ortega y Gasset dijo, para definirla de un tirón, que filosofía es el cuento de nunca acabar. Así remataba el hecho de que hay tantas, y seguirá habiéndolas, definiciones de esa materia como trabajadores de ella ha habido y habrá.
Aunque Hegel le dio un giro inclinado hacia el placer de la especulación, la filosofía es, y sigo aun adherido al linaje reflexivo hegeliano, la disciplina que fundamenta la construcción racional de conceptos sobre la realidad y sobre el pensamiento mismo.
Pero, antes que placentera especulación, considero con Kant, que la filosofía es, sobre todo, un serio trabajo que, además, como aportó Heidegger, se hace con las manos, no solo con el pensamiento.
En su respuesta de 1955 a esa pregunta, Heidegger responde diciendo, que la filosofía es, antes que la verdadera administradora de la razón, un camino por el que estamos caminando.
Es ese trabajo, tanto con la tradición como con la innovación, tanto con la historia de la filosofía misma como con su prognosis, lo que a su vez hará de ella una disciplina para la acción, como lo proclamó Wittgenstein. Porque, aunque se nutre de la actitud propia de la vida contemplativa, porque fundamenta y produce conceptos, es la vida activa la que toca con urgencia a las puertas del filosofar.
Lo que hace a Platón purgar a los poetas en su República es el prejuicio de que estos permanecen en un estado de delirio y a merced de las musas, en tanto que el filósofo, juntamente con el político, orientan su quehacer a la formación, mediante la educación, de nuevos espíritus pensantes, con capacidad para accionar en la política y, consecuentemente, hacer parte en las tareas concretas de la dirección del Estado y la conducción de la sociedad.
A decir verdad, la filosofía tolera todavía su definición prístina y un tanto escolar como amor por la sabiduría, pasión por el conocimiento, valoración del asombro como materia esencial para la revelación de la verdad, y no pasa nada. Y ese es, en efecto, el problema, que no pasa nada, cuando la filosofía debe ser provocación, llamado a la acción, púlpito de denuncia, terreno para la crítica o cuando menos, como preconizaba Nietzsche, en línea directa con Descartes, y luego como herencia para Foucault, como terreno de la sospecha, la duda, la mirada oblicua, la transgresión de lo establecido.
La filosofía es tal en la medida en que, desde el ámbito mismo del pensamiento, ella se metamorfosea en un pensar diferente a los saberes establecidos.
Su valor disciplinar es directamente proporcional a su capacidad para transmutar, subvertir, disentir. Es más, y vuelvo a Nietzsche, voluntad de destruir para poder crear y fundar.
¿De qué valdría quedarnos en su tautológica definición, cuando su espectro semántico, en tanto que campo humanístico mucho más abarcador, podría aportarnos mayores beneficios en las búsquedas de la ciencia, las artes, la política, la teología, las ciencias sociales, el humanismo clásico y las nuevas humanidades digitales, incluyendo la innovación científica, tecnológica y social?
Hay, pues, un filósofo en todo ser de pensamiento y lenguaje que se interroga e interroga, que niega y afirma, que asimila una tradición gnoseológica, humanística y cultural, pudiendo reafirmarla, modificarla o contradecirla; que indaga y cuestiona aspectos del ‘ethos’, la ‘techné’, la ‘episteme’, el ‘logos’, el ser, el no ser, la física, la metafísica y la estética, entre otras disciplinas.
El destino de la filosofía es el ser humano mismo, y con él, en la óptica de Protágoras, medida de todas las cosas: de las que son, porque son, y de las que no son, precisamente por no ser.
¿Filosofía? El cuento de jamás acabar.