No sé si les pasa. Pero hay cosas en la vida que no quiero que cambien y personas que, aún sin verlas, solo con saber que están, me traen tranquilidad.
Los llamo mis puntos de amarre. Sí, porque todos los necesitamos, esos lugares (en todo el sentido de la palabra) a dónde dirigirnos cuando perdemos el control, cuando no sabemos qué hacer y todo se torna imprevisible.
Entonces surgen, casi inconscientemente y allá te diriges en busca de consuelo, de descanso, de una respuesta o, quizá, simplemente, de unos momentos para coger fuerzas.
Les voy a poner algún ejemplo, para que en este camino puedan pensar en sus propios puntos de amarre. Un rincón en una pequeña loma del pueblo en el que me críe en los veranos de mi infancia.
Solo trasladarme mentalmente allá me calma. La sabiduría totalmente empírica de mi mamá que siempre tiene una solución, aunque no sea la que más me guste. Leer novelas rosa, sí, esas de finales felices después de muchos desencuentros que me hacen evadirme y volver a la realidad relajada.
Historias de detectives, descubrir al malo confunde totalmente a mi estrés que se queda tranquilo. Y así pequeñas cosas, comprar libretas con hojas en blanco, estrenar un lapicero nuevo cuando voy a crear algo, una taza de café sola frente al mar…
Dirán que algunos suenan a manías, puede ser verdad. Pero estas simples cosas son las que me hacen sentir bien, me acompañan y a las que regreso cada vez que puedo para tomar impulso. Lo más sencillo, la mayoría de las veces, es lo que nos da felicidad, aún cuando no nos demos cuenta.
Dedica unos minutos a encontrar tus puntos. Piensa cuánto hace que no los disfrutas y, si es necesario, regresa y a seguir…