Al ver las lastimosas imágenes de Bahamas, destruida por el huracán Dorian, me tortura pensar, tras golpes de pecho y gracias a Dios, que pudimos ser nosotros.
La magnitud del daño que ocasionaría un ciclón de la magnitud del que destruyó ese bello archipiélago es algo inimaginable, ni siquiera para quienes recordamos a David o hemos leído y escuchado sobre san Zenón.
Desde antes de visitar Bahamas hace décadas siempre asocié mis imágenes de su mar, su cielo y su gente con las acuarelas de Winslow Homer, uno de mis pintores preferidos, por la fragilidad que prestan el papel y el color aguado a esos paisajes.
Dorian ha disuelto aquello como si Bahamas fuese realmente una acuarela.
Al vecino, que no es momento de recordar agravios, estamos obligados a asistirle con toda la solidaridad que podamos.
Ojalá nuestras autoridades y sector privado, que hasta ahora han lucido inconmovibles (¡demasiada política!) ante tan cercana y gran tragedia, reaccionen enviándoles todo cuanto se pueda, porque pocas veces será más necesitado y mejor apreciado.