En nuestro país la agenda de cambios democráticos estuvo obstruida por mucho tiempo. En 1963 se produjo el primer intento, liderado por Juan Bosch, pero fue cercenado por el golpe de Estado.
En 1978 se avanzó en lo relativo a libertades públicas, pero los gobiernos del PRD no lograron suficiente profundidad programática ni la cohesión en su liderazgo y sus bases.
La falta de visión, los ajustes fondomonetaristas del 1984, que provocaron el estallido popular de abril, y la división interna en el partido de gobierno, impidieron la profundización de la agenda de democratización iniciada por el presidente Guzmán, reabriendo las puertas, en 1986, al liderazgo que se creía enterrado.
Con Bosch a la cabeza, en 1990, el pueblo estuvo decidido a completar su agenda democrática, pero el fraude electoral y la inconsistencia del liderazgo peledeísta abortó estas aspiraciones.
Entonces emergió Peña Gómez en el imaginario colectivo como personificación de los anhelos de cambio. Su sensibilidad y su trayectoria de lucha por la democracia, además de su capacidad para concertar un amplio abanico de alianzas, acompañado de una atractiva propuesta de transformaciones parecían un puente que conectaba la esperada modernidad con los liderazgos y luchas liberales, de los que fundaron la nación y la rescataron de la anexión. Pero nuevamente, en el 1994, el fraude tronchó los sueños.
El desenlace de aquella trampa, que pudo llevar al país a otra guerra civil, fue la continuidad de Balaguer por dos años y el “Pacto Patriótico”, que fue la continuidad de la traición a Juan Bosch de 1990, cuando el pragmatismo prefirió algunos cargos en el Estado, antes que acompañar a su líder en el reclamo de respeto de la voluntad popular.
Bajo la falsía ideológica antihaitiana se cerró el camino del poder al más egregio de los líderes de masas del siglo XX, y se obstaculizó la agenda de la democratización y se bloqueó cualquier intento de que el país pasara balance a todas las décadas de crímenes y latrocinio, instituyendo la impunidad.
En el poder, el PLD se balaguerizó y olvidó sus prédicas morales y su programa. Su joven presidente, por inexperiencia, complicidad o inconsecuencia (o todas a la vez) soltó las riendas del Estado a una cáfila ansiosa de poder y riqueza y se dedicó a desarticular y “vender a precio de vaca muerta” los bienes públicos.
Durante las dos versiones de gobierno del PLD, usando el poder se construyó una fortaleza electoral que parecía invencible. Así creció una cabeza de medusa que prometía honestidad en el gobierno, mientras rumiaba ambiciones, usando los resortes del Estado para imponerse a cualquier precio.
Pero la historia, obstinada e imprevisible, aprovechándose de la causalidad o la casualidad, propicia sus giros. Y, como cosa del destino, volvió a poner el cambio en el horizonte del pueblo, esta vez, no con la reversa. Corresponde al liderazgo actuar con consecuencia, profundizando la agenda democrática para que jamás el pasado cobre vigencia.