En estos meses interminables de soledad y confinamiento, cuando se mira con ojos y ánimos fríos este extraño e impredecible mundo que nos rodea, la sensación que se nos figura predominante es ese extendido sentimiento de pérdida.
Tristeza, depresión, impotencia. Hay ira y amargura, irracionalidad y crecientes manifestaciones de desconcierto. Cada día se vive como una advertencia. La pregunta obligada es qué más debemos aguardar.
Este sábado último, la noticia del alarmante número de nuevos infectados por el virus, deshizo en su medida las expectativas sobre el inicio de la “normalización” de la cotidianidad. La presión es intensa.
Se evidencia en el incremento del número de vehículos en las calles, el asomo de las actividades comerciales informales, la reparación de automóviles y venta de repuestos, los servicios a domicilio de despedidas empleadas de salones de belleza.
Es imposible vivir el “ día a día” en un régimen de endebles subsidios que apenas incluyen un mínimo de las familias agobiadas por la carencia de ingresos y el insoportable costo de la vida.
Cuando usted conversa con personas de todos los ámbitos sociales no percibe asomo alguno de esperanza o de fe en el futuro mediato e inmediato del país. Puede que alguien se refiera a un eventual cambio en la administración pública y la posibilidad de que surjan “nuevos aires” en ese ámbito tan corrompido.
Una expresión común es la de que, tan pronto se alivie la situación general en Europa y Estados Unidos, “hay que marcharse de aquí”. “En RD”, es lo que escuché dicho y repetido con insistencia es que “esperar una real recuperación es como soñar.” “No se produjo antes cuando existían mayores y mejores posibilidades. Menos ahora que no sabemos si vamos a sobrevivir al desastre”.
Las relaciones familiares han sufrido daños considerables. Confiemos en que no sean definitivos. Quien desee mayores detalles que hable con sicólogos y siquiatras. A ese nivel el panorama es deprimente.
La intensa promoción de organizaciones políticas e instituciones diversas sobre la imprescindible “unidad familiar” en estos días de prisión domiciliaria está bien elaborada, es elegante, atractiva. Solo que el juicio de quienes la observan se evidencia en la sonrisa incrédula y el gesto desdeñoso.
Una percepción detallada y sobria de la realidad en su conjunto hace imperativo un cambio profundo.
Quienes han detentado el poder por décadas con resultado tan nefastos harían bien en preparar en serio sus asuntos porque el actual estado de cosas difícilmente prosiga.
A quienes les corresponda enfrentar toda la devastación reinante es preciso que se unan estrechamente porque la tarea que les sobreviene a ellos y a todos será ciclópea. Nadie, por sí solo, podrá hacerle frente a lo que ya está aquí y cuyas repercusiones no solo serán negativas sino probablemente catastróficas.
Lo que está a la vista no resulta esperanzador. Todos y cada uno de nosotros deberá aunar las fuerzas que aún le resten para dar el frente a una realidad tan multifacética como compleja y frustratoria.
Quiera Dios que las fuerzas que aún nos quedan nos permitan estar a la altura de un reordenamiento absoluto de una situación tan difícil.
Y difícil en todos los órdenes, que no haya dudas al respecto. El desafío que nos aguarda es tan descomunal que no se asemeja en nada a los peores momentos y circunstancias oscuras que hemos tenido que enfrentar desde el 1844 hasta ahora.
Son aterradores este presente y ese futuro que desde ya asoman su rostro ingrato en estas tan adversas y espantosas circunstancias. Quiera Dios y logremos salir a camino. Que sea esa nuestra común esperanza.