Ser madre de tres hombres que perdieron a su padre hace 12 años; hija de un padre ido a destiempo (21 años atrás) y una madre con una condición especial que depende en todo momento de mi; al mismo tiempo que ser empleada como editora de dos secciones en este diario e impulsora de un proyecto, Encuentros Interactivos, enfocado a la formación y especialización de los comunicadores, y, además, llevar una agenda personal que me permita ser mujer y disfrutarlo, es como dedicarse al malabarismo tratando de no morir en el intento.
No soy de hablar de lo que hago. Eso se lo dejo a los que les gusta llamar la atención y ser el centro de las miradas. Sin embargo, observo a mi alrededor y me asombro de las nimiedades que abruman a los que me rodean.
Esas preocupaciones modernas, no precisamente relacionadas a los problemas reales que nos afectan, vienen del ego y la vanidad, porque nos hemos comido el caramelo envenenado de que “la imagen lo es todo” y hemos permitido a los demás que nos juzguen a partir de nuestra apariencia.
Sé que mis palabras no cambiarán al mundo, pero es de vital importancia que demos valor a lo que realmente importa, a nosotros y nuestras familias. Que nos abracemos más, que podamos sentir el calor de ese abrazo mañanero acompañado de unos amorosos buenos días.
Una sonrisa. Un hola y un te quiero. Un “lo siento a tiempo” o unas contagiosas risas. Una guía firme, un castigo o unas felicitaciones a tiempo.
En fin, reglas claras.
Esas y muchas otras pequeñas acciones logran hacer la diferencia en la familia y, posteriormente, en la sociedad. No podemos pretender que marchemos bien como comunidad si no les enseñamos a los hijos a dar valor a lo que realmente importa y no a las cosas materiales. Y aquí entra en juego la palabra “ejemplo”. Seamos nosotros lo que queremos que otros sean.