Un loco llega al Cielo. Pide hablar con Dios. San Pedro le lleva. “Nunca creí te vería”, dice el orate. Dios sonríe. San Pedro explica: “Recibimos todos los locos, ninguno es responsable de sus pecados; son mercancía defectuosa devuelta a la fábrica…”.
El loco no entiende, pero rastrilla tres preguntas: “Dios, ¿por qué nunca creaste a nadie que me amara? ¿Por qué me rodeaste de enemigos? ¿Por qué permitiste me ahogara en aguas turbulentas?”. Dios le miraba lleno de amor y compasión. Señaló a Pedro una puerta y dijo:
“Entra aquí, al Salón de las Respuestas. Encontrarás a quienes debieron amarte. Verás todos tus enemigos. Te dirán por qué te ahogaste…”. Arrobado con soberbia divina cruzó el umbral ensimismado.
Oyó cerrarse detrás suyo la puerta y se encontró en medio del más luminoso e interminable laberinto de profundos espejos, donde innumerables imágenes propias le devolvían su azorada mirada. Afuera, en su trono, Dios reía diciéndole a Pedro: “¿No te cansas de la misma travesura con cada loco ahogado que nos llega?”.