Atravesar una jungla espesa y pantanosa con mil peligros naturales y humanos no es lo peor de un trayecto que dura meses con destino a Estados Unidos.
Aunque los venezolanos Milena* y Enrique no viajaron juntos, ni recorrieron los mismos caminos desde Colombia hasta Norteamérica, coinciden en que lo más difícil de sus travesías fue el paso a través de México.
«A mí me pareció México un poco más rudo porque fue más largo, tenía llagas en los pies, había mucho sol, comimos muy poco. Además del trauma de estar pendientes de la policía, de los carteles y de migración», dice Milena.
«La selva del Darién es dura pero ya sabes a lo que te enfrentas, en cambio México es como un juego de estrategia y te enfrentas a cualquiera: carteles, migración, policía, los mismos migrantes», recuerda Enrique.
Los dos están de acuerdo aun cuando viajaron en condiciones muy distintas y cruzaron a EE.UU. por puntos fronterizos diferentes.
Enrique, de 45 años, arrancó el viaje con un grupo de 40 personas y con una buena cantidad de dólares en su billetera.
Milena, en cambio, tiene 30 años, se aventuró con su sobrino, de 21, y sin un centavo en sus bolsillos.
Esta es la historia de esos dos recorridos paralelos, en los que vivieron extorsión, encierro, pánico, incertidumbre constante y sintieron la muerte muy cerca.
I. El cuarto frío y pequeño
Milena: Nosotros llegamos sin un centavo. Cruzamos la frontera de México por el río Suchiate en balsa, pero cuando llegamos nos agarró una patrulla de Policía y nos devolvió a Guatemala.
Regresamos evadiendo la ruta que tomaron los policías. Pedimos la cola (el ride o autostop) camino a Tapachula, la ciudad intermedia más cercana.
Una minivan paró y nos llevó. Estaba llena de gente local y migrantes. No conseguimos avanzar mucho porque nos pararon en un retén, nos bajaron a todos y a los migrantes nos llevaron al puesto migratorio Siglo XXI.
Ese lugar es como una cárcel. Ahí nos separaron hombres de mujeres, nos quitaron todo lo que teníamos y no nos dejaron llamar por teléfono. Empezamos a protestar y después de tres días, nos soltaron. A cada uno nos dieron un papel que decía que debíamos abandonar México en 24 horas por la frontera más cercana.
No hicimos caso y caminamos hasta Tapachula.
Enrique: A México llegué con US$1.000. Entré en bus al estado de Chiapas por la frontera con Guatemala.
A varios que iban conmigo los agarraron y se los llevaron para Siglo XXI, yo logré seguir hasta Tapachula.
Ahí duré unos días en un hotel, mientras encontraba cómo llegar hasta San Pedro, en Oaxaca, para pedir el permiso de estancia temporal como migrante en tránsito.
Decidí pagarle a una especie de coyote que me llevó hasta allá en bus. A los cubanos y a los venezolanos nos cobraba más porque para ese momento, septiembre de 2022, teníamos facilidad de entrada a EE.UU.
En condiciones normales ese recorrido dura seis horas, pero como nos tocaba bajarnos y caminar por detrás de los retenes de migración, nos tardamos un par de días en llegar hasta San Pedro.
Ahí había un campamento en el que estaba la ONU y la Migración de México, que era la que daba el permiso de estancia por siete días. Mi plan era lograr llegar antes de ese tiempo a la frontera con EE.UU.
El grupo con el que llegué empezó a dividirse. Yo me quedé como con seis personas. Tomamos un bus hacia Ciudad de México, pero no pasaron ni tres horas de trayecto cuando nos pararon en una alcabala [puesto de control].
Hubo gente que se asustó y se bajó del bus. Los de migración mexicana nos retuvieron. Nos metieron a todos amontonados a un cuarto frío pequeño y nos quitaron los teléfonos. Éramos como 40 personas.
–¿Por qué nos retienen si tenemos el permiso?, preguntamos.
No nos dieron explicaciones, estuvimos ahí un día y medio, sin entender qué pasaba. Parecía que querían que les diéramos dinero.
Al final logramos escapar porque organizaciones de derechos humanos de Puebla, una ciudad cercana, iban para ese lugar. Se dieron cuenta y nos soltaron por la puerta de atrás a la medianoche. Nos montaron en camionetas y buses y nos dijeron que nos devolverían a la frontera con Guatemala.
Les peleamos y aceptaron llevarnos otra vez hasta San Pedro.
Perdimos la plata del pasaje y varios días de permiso.
II. «La bestia»
Milena: Nosotros sacamos el permiso de siete días para cruzar México en San Pedro y seguimos caminando. Afortunadamente hubo alguna gente que nos ayudó en la vía a Puebla, con la condición de que nos escondiéramos.
Caminamos por tandas de dos o tres horas. Íbamos buscando el tren de carga al que le dicen «La bestia». Desde que uno estaba en Venezuela escuchaba hablar de esos trenes, de gente que había llegado hasta Texas montada ahí.
Ya en Puebla, esperamos como cuatro horas en la carrilera hasta que hubo un tren que bajó la velocidad. Logramos trepar por detrás de un vagón. Estuvimos ahí colgados toda la noche.
Nos bajábamos de un tren, descansábamos y nos subíamos a otro para avanzar. Hicimos lo mismo tres veces, hasta que mi sobrino se cayó de un vagón en un arranque. Yo empecé a gritar como loca; él como pudo se subió de nuevo en un vagón más atrás y ya por arriba del tren fue avanzando hasta que llegó donde yo estaba.
Le agarramos miedo a «La bestia», ya no podíamos seguir así hasta Texas.
Después de dos días en los trenes llegamos a Ciudad de México. Ahí conocimos a otro chico que iba solo, nos ayudó con un poco de dinero y seguimos los tres el recorrido en buses locales.
Pero ahí se complicó más la cosa porque hay que pasar por puestos de control y ya teníamos vencido el permiso. Nos tocaba improvisar.
Tomábamos un bus hacia el pueblo más cercano y el chófer nos ayudaba parando antes del retén. Ahí nos tocaba meternos por el campo, por fincas inmensas, para salir más adelante otra vez a la carretera.
Eso era en medio del desierto, hacía mucho calor y toda la vía era igual. Cuando lográbamos salir, parábamos otro bus, le pedíamos que nos llevara con lo poco que teníamos y volvíamos a hacer lo mismo.
Enrique: En San Pedro me quedé varios días hasta que logré renovar el permiso.
Buscando opciones para salir de ahí, conocí a una señora de una agencia que me garantizó el viaje en bus directo hasta Ciudad Juárez, en la frontera con Estados Unidos. Me pidió 3.500 pesos mexicanos (US$194), pero aseguró que no nos pararía la policía, ni los carteles, ni migración:
-¿Por qué crees que los que pagan más económico luego los devuelven?, me dijo.
Imagino que así fue que caí la primera vez. Preferí pagar. Tenía mucho miedo de otra retención.
III. Los carteles
Enrique: En el bus hacia la frontera de Ciudad Juárez iban tres choferes que se turnaban. Hacían paradas breves cada tanto.
Después de tres días, el bus se detuvo y el chofer dijo:
-Listo, ya se pueden bajar.
-Pero esto no es la frontera, respondimos.
Todo el mundo se empezó a asustar. No era lo que estábamos esperando.
–No puedo seguir hacia allá, están los carteles y quieren más plata, dijo el chofer.
Yo no tenía más dinero, muchos le dijimos que habíamos pagado ese trayecto con lo último que nos quedaba.
El chofer no quería avanzar y los pasajeros nos quejábamos. No sabíamos qué hacer.
Milena: Nosotros buscamos llegar a Piedras Negras, en el estado de Coahuila, al noroeste, porque habíamos escuchado que por ahí el río Bravo [que separa México de Estados Unidos] era menos peligroso para cruzar a Texas.
Pero como a media hora del último puesto de control, antes de llegar, los mismos finqueros nos advirtieron que los carteles estaban en la zona.
Decidimos evitar la carretera e irnos por el monte, encontramos un camino y lo seguimos. Caminamos, caminamos, hasta que conseguimos una casa. Ahí una señora campesina nos dio un poco de comida y nos dijo que esa ruta nos llevaba directamente al río Bravo, en la frontera.
Seguimos, pero yo estaba supermal de un pie, lo tenía muy pelado y me dolía mucho. En el camino un señor nos dejó pasar la noche en su finca.
A las 5 de la mañana nos levantamos y seguimos caminando. Un perro de esa finca nos siguió y llegó con nosotros hasta la frontera.
El río Bravo es imponente, inmenso. Por donde estábamos había mucha vegetación y no se veía gente.
El muchacho con el que veníamos desde Ciudad de México y mi sobrino saben nadar, pero yo no. Conseguí un montón de potes de refresco de 2 litros y me los puse alrededor de la cintura vacíos para que flotaran.
Mi sobrino consiguió un palo largo y yo me agarré de ahí. Logramos avanzar, pero el amigo no esperó y se lanzó. Empezó a nadar y cuando nos alcanzó le dio como un ataque de pánico y empezó a hundir el palo. Yo me empecé a ahogar.
Mi sobrino también empezó a hundirse, lo salvó el perro porque se botó al agua y se le metió en la axila.
Cuando él salió a la superficie, le dio un golpe al amigo para que soltara el palo. Ahí reaccionó, yo quedé flotando y ellos se fueron hasta la orilla
Quedé en la mitad del río. No sabía qué hacer, solo lloraba. Fue horrible, pensé que no iba a salir viva de ahí porque si la corriente me llevaba, me iba ahogar. Veía a mi sobrino llorando en la orilla, yo le decía que no se botara [lanzara] a ayudarme porque sentía ese río muy traicionero, sentía que lo empujaba a uno hacia el fondo. Empecé a rezar.
Mientras tanto, mi sobrino atendió al otro muchacho: estaba muy mal, sin colores, con los ojos volteados. Hasta que reaccionó. Yo llegué a la orilla flotando y quedamos los tres como en estado de shock un rato largo.
Enrique: Yo completé dos días en el bus que no andaba, el chofer se negaba a terminar el recorrido y dejarnos en la frontera de Juárez. Nos dimos cuenta que estábamos cerca. Empezamos a reunir el poco dinero que nos quedaba. Algunos tenían US$10, otros US$5, se lo dimos al chofer y aceptó llevarnos por fin.
A Ciudad Juárez y El Paso (en el lado estadounidense de la frontera) los divide el río Bravo. En donde nos dejaron había una autopista con un puente. Nosotros pasamos por debajo y el agua del río estaba sucia, como una cloaca.
-Tranquilos, no vayan a correr todos al tiempo. Vayan despacio, caminando, nos dijo el chofer
Pero cuando paró, todo el mundo salió corriendo.
Estábamos felices de llegar. Lo de menos era pasar por esas aguas negras, de hecho grabamos un video gritando: «¡Por fin en USA, lo logramos!».
Ya al otro lado, me entregué a la policía norteamericana.
Milena: Después de varias horas en la orilla del río Bravo, vimos del lado de Estados Unidos una camioneta y empezamos a gritar. Se bajó un militar gringo:
-¿Qué son?
-Venezolanos
Nos señaló que siguiéramos caminando por la orilla del río. Ellos nos seguían en la camioneta desde el otro lado. Caminamos un buen rato hasta que gritaron:
-STOP
Los militares bajaron hacia la orilla cortando el monte hasta que quedamos frente a frente y nos dijeron que atravesáramos el río hasta donde ellos estaban.
Yo no quería, estába traumatizada.
Mi sobrino se metió a ver hasta dónde llegaba el agua. Le cubrió hasta el hombro. Yo me subí en los hombros de nuestro amigo, y mi sobrino lo ayudaba a él hasta que conseguimos cruzar con perro y todo.
El perro se quedó en Estados Unidos, los militares dijeron que le iban a buscar un hogar.
IV. De EE.UU. a Canadá
Luego de encontrarse por casualidad en un albergue en Estados Unidos, Enrique, Milena y su sobrino decidieron seguir juntos su ruta hasta Canadá. Cruzaron irregularmente en febrero de 2023, lograron hacer una solicitud oficial de asilo y el gobierno los trasladó hasta Montreal, donde hablaron con BBC Mundo.
Ahora esperan a que su proceso avance. Los tres buscan regularizarse en ese país para tener la posibilidad de volver a ver a sus familias.
Enrique: Después de todo, no le deseo a nadie esa travesía, a nadie, porque es jugar con tu vida.
Milena: Yo me arriesgué porque no tengo hijos, soy sola, pero es mucho el riesgo que se corre, uno no sabe si va a salir con vida.
Enrique: Prefiero pasar mil veces la selva del Darién que atravesar México.
Milena: Es que te ayudan más estando en la propia selva que estando en la ciudad y en las autopistas. En el Darién los indígenas nos ayudaron mucho, nos brindaron comida. Uno encuentra carpas y ahí puede pasar la noche.
Enrique: La selva tampoco es fácil, se ven muertos por el camino y muchos niños llorando o abandonados.
Milena: Yo no volvería a ninguno de los dos jamás.