Si entendemos la posmodernidad como una época de estándares diluidos, esperanzas difusas, culpabilidades esfuminadas, identidades ambiguas; como una sociedad donde impera la insatisfacción como base de la angustia existencial, por mor de la lógica absurda del consumismo; una sociedad en la que es notoria la movilidad delirante, la relativización de la jerarquía de valores –epifanía, por así decirlo, de lo que Nietzsche llamó transvaloración de todos los valores; la desarticulación y el abismo en la tríada sujeto-cultura-existencia.
Si posmodernidad es sinónimo de desmantelamiento del orden tradicional y perpetuo reinicio de un orden nuevo, pero nunca fijo; fronteras desplazadas, individuos parias o apátridas, seguridad anclada a la vulnerabilidad y el riesgo a perder la libertad; ideologías vacías con vocación populista; creencias monoteístas tan laxas que rayan en el politeísmo.
Si al hablar de posmodernidad tenemos apareada la paradójica globalización o mundialización, por cuanto resulta económica y socialmente excluyente. Si en ella imperan la deforestación, sequía y calentamiento global; la riqueza creciente de unos pocos y la pobreza de las mayorías, reflejo de una desigualdad galopante en todos los ámbitos sociales, y muy especialmente en asuntos como justicia, libertad, educación, salud, empleo.
De acuerdo con Jean Baudrillard, vivimos una era en la que predomina una economía caracterizada por la especulación y por el “crac virtual” y en la que la democracia, como sistema político ideal, no es otra cosa que una ilusión, pero, con una determinación estratégica de subsistencia que procura un grado cero de la energía civil, haciendo de la libertad una especie de ilusión publicitaria que reduce al ser humano al grado cero de la Idea.
Así es como vamos a lo que el propio filósofo denomina deconstrucción masiva de la historia, con características virales y epidémicas.
Si la posmodernidad es el equivalente a la lucha entre tribalización o rebarbarización política y globalización del poder; lucha entre los nacionales y los inmigrantes o extranjeros; batalla sin cuartel entre los fieles y los infieles, que se presenta con ribetes de vuelta a la Edad Media; supremacía del poder económico global sobre el poder político local de los Estados nacionales debilitados.
Si los tiempos posmodernos implican la confrontación de lo volátil contra lo fijo, lo líquido contra lo sólido, incertidumbre contra determinismo, saber contra poder y poder como saber, ciencia contra dogmas, tecnología contra hábitos; además, del enfrentamiento entre la ética y los parámetros del conocimiento científico-tecnológico contra el dogma y el designio de la fe religiosa; la pugna entre la ética, la productividad y el margen de beneficio o solvencia económica; la complejidad de la acción civilizadora preñada de terrorismo y barbarie; la industrialización y el genocidio; y finalmente, la lucha entre la libertad y el mercado como expresión de la diferencia entre imaginación y razón, entre cultura del ocio y productividad eficiente, entonces, debemos sospechar, al menos, que establecer la identidad del sujeto que tiene aquellos referentes por realidad ha de ser una tarea, cuando menos, muy compleja, sino, un propósito siempre inconcluso, forzado a recomenzar cada vez que se cree tenerlo consigo.
Si, en efecto, este es el magma conceptual, el fresco reflexivo que representa la posmodernidad, queda claro, desde la perspectiva de pensamiento líquido de Bauman, que el eje central de la estrategia vital en ella será, en palabras del pensador polaco no “hacer que la identidad perdure, sino evitar que se fije”.
En tal contexto, hay que preguntarse si acaso habría una o múltiples respuestas a la pregunta clave de la identidad, la pregunta que atraviesa, desde lo cotidiano a lo trascendente, la vida del individuo: ¿quién soy yo?