Haití, con sus 27,750 kilómetros cuadrados y los interminables abusos contra su hábitat, registra una saturación de gente, con una densidad poblacional que da saltos peligrosos, y de lo que sus propias autoridades, todo indica, se hacen las desentendidas.
Las villas miserias en el vecino más próximo arrojan resultados nada agradables para la parte este de la isla.
A todas esas complejidades sacan provecho empresarios de este lado de la frontera, pues encuentran mercado seguro allá para una población que nos supera en número, lo mismo que en conseguir mano de obra barata, y desprovista de los beneficios que reconocen las leyes para los servidores.
Demás está decir que la presencia haitiana de este lado de la línea divisoria se torna incontrolable, aún con todas las medidas que se hayan emprendido. Podemos afirmar que no existe una sola comunidad en República Dominicana que esté desprovista de la presencia de haitianos, legales o ilegales.
La porosidad de la frontera, el negociazo que implica para civiles y militares, están umbilicalmente unido al creciente número de nacionales de ese país que tenemos acá por todas partes.
Está demostrado que muchos haitianos que son repatriados por la Dirección General de Migración, en ocasiones en cuestión de horas, o de un día para otro, vuelven a cruzar a territorio dominicano con un mínimo de esfuerzo.
La Hispaniola, isla compartida por dos países con costumbres y tradiciones diametralmente opuestas, con 22 y tantos millones de habitantes en algo más de 76 mil kilómetros cuadrados, tiene un factor que atenta contra su propia suerte: el imperio de la marginalidad, la extrema pobreza.
Por demás, la falta de garantía de toda protección que se da en el oeste nos obliga a poner la barba en permanentemente remojo.
Esas situaciones laceran el alma, tocan fibras sensibles para emprender la solidaridad. Pero como pueblo, no nos toca asumir como compromiso ineludible esa mole de incomprensiones y complejidades, que no tendrán solución a corto y mediano plazos.
Los dominicanos no podemos ir en auxilio, en toda su magnitud, de las necesidades de nuestros vecinos más próximos.
Nunca podrá ser un compromiso eterno. Mucho menos abrir las puertas a la égira que, cual estampida, divisamos desde hace rato hasta en los lugares más distantes de la frontera, como Bávaro, Punta Cana, Higüey, Miches, Las Galeras, Las Terrenas y, por extensión, en toda la geografía nacional.
Aún con todas sus precariedades e inconformidades, de las constantes migraciones que se suceden de allá para acá, Haití constituye una panacea para los empresarios dominicanos.
En la actualidad, las exportaciones de productos dominicanos hacia el vecino Estado superan los mil millones de pesos al año.
En 2014 las ventas dominicanas a Haití fueron por el orden de US$1,423 millones, y al año siguiente por US$1,012.1 millones. Y lo que compramos a los haitianos apenas supera los US$40 millones por año.
Pese a este privilegio que tienen los empresarios frente a sus pares de Haití, de ningún modo República Dominicana podrá dar cabida en su territorio a esa alta proporción de haitianos que cruzan la frontera, en un intento de probar suerte entre nosotros.
Y en todo esto hay culpabilidades compartidas.
Desde el militar de puesto en el cruce fronterizo, el funcionario de Migración que cree cumplir con su trabajo, los hacedores de leyes en el Congreso Nacional, hasta los que se sientan en los grandes despachos para acordar medidas entre ambos estados.