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¿Por qué es violento el hombre?

No soy antropólogo —que más quisiera— pero, según veo como se está manejando el tema de la violencia –y siendo médico-, me siento compelido a especificar y explicar algunos puntos relacionados con el tema. 

El hombre por naturaleza es violento; puede esconder, puede modificar y hasta sofisticar esa condición, pero no la puede evitar ni eliminar.

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Está lleno de testosterona y la produce hasta el día que deje de respirar; esta hormona distribuye músculo (contrario a las hormonas femeninas que distribuyen grasa) y ha programado al varón para la agresión y la cópula; sí, léanlo bien, agresión y cópula.

Hay tres principios instintivos básicos en los que se fundamenta nuestra existencia: comer, dormir y reproducirnos. Tres características primitivas que convergen en una propiedad que es esencial para conseguir lo que se quiere y retener lo que se consigue: la agresión, que -a su vez- tiene como hilo conductor a la testosterona, la cual rige, además, la toma de decisiones para agenciarse el control inmediato de su entorno.

El hombre nació cazador y, por cuya condición, tiende a crear objetos necesarios para la conquista y sometimiento de su objetivo. Mientras se apareaba con las hembras que encontraba por su camino, hizo su primera arma para cazar; su otra herramienta –a veces la misma- fue para matar a su enemigo o a quien viera como tal.

Si se extrapolan esas cualidades ancestrales a nuestra dimensión actual, no habrá que ser un genio para descubrir convergencias mucho más allá del ADN que compartimos nosotros con aquellos homínidos.

Por y desde sus orígenes, el hombre “hace cosas” y después de millones de años de evolución, inventa de todo; desde un tierno juguete para un niño -por ejemplo-, hasta la más terrible arma de destrucción masiva.

Para bien o para mal, así está hecho el hombre, todo lo demás es secundario y modificable en términos antropológicos y sociales. ¿Habló alguien de raciocinio y educación? Esperen…

Si le agregamos a lo que sabemos de la testosterona el no tan reciente descubrimiento del llamado gen de la violencia —catalogado científicamente como el gen MAOA de versión corta—, se complica un poco más el panorama y su comprensión.

El no conocer todavía el porcentaje exacto de los hombres que lo poseen —pues no todos lo tienen— le da, sin dudas, un enigmático toque de “ruleta rusa” a la pareja. Aunque suene potencialmente peligroso —que no lo es—, podría resultar hasta provocativo para cierto tipo de hembras, amantes de lo aleatorio y de la violencia; esto puede ser un juego, pero, al final, nunca lo es.

No soy profeta ni “síquico”, pero puedo arriesgarme a agregar lo siguiente: imaginen el fin del petróleo y la escasez del agua —que, dicho sea de paso, muy posible en un futuro no lejano—, situación en la que las fronteras políticas y las normas de convivencia global existentes saltarían por los aires y no habría raciocinio ni educación que valga.

Digo esto, porque estoy convencido de que la instrucción, la cultura, la gentileza, la erudición -o como se le quiera llamar a la educación- no nos hace más nobles, sí nos convierte en seres más cínicos y falaces.

Steven Pinker, conocido investigador en el campo de la sicología experimental de la Universidad de Harvard, mantiene la tesis de que los índices de violencia son mayores en países que no tienen Estado que en aquellos que sí lo tienen.

Suena elegante decirlo y, sin dudas, es una verdad a medias, porque hay que diferenciar, antes que nada, la violencia primitiva -típica de lugares no organizados- de aquella que se ejerce desde países tecnológicamente avanzados, de cuyos honorables dirigentes –podría decirse- serían incapaces de tomar un cuchillo y asestarle salvajemente quince, veinte, treinta puñaladas a un individuo, desmembrarlo y decapitarlo, pero sí fácilmente dispuestos a dar la orden de enviar drones y aviones con misiles, etc., con el único objetivo de destruir y eliminar todo ser vivo que no les guste. No hay que abundar sobre esto, porque a buen entendedor…

Desde luego, es imposible saber cuántas vidas se perdieron –y fueron muchas- a manos de las hordas de Gengis Khan, Ciro II, de Alejandro Magno, de Atila, de los vikingos y de cuántos pueblos -nómadas o no- que han aniquilado otros pueblos en el transcurso de la historia.

Lo que sí puedo decir -con certeza absoluta- es que nunca será mayor que las muertes -sólo en el siglo XX y en lo que llevamos de este- ocasionadas por Estados bien organizados surgidos como potencias después de la revolución industrial.
Podría decirse que somos más cosmopolitas y más tolerantes que nunca, pero no por ello somos más pacifistas.

Por eso, sería razonable poner atención en unos cuantos eventos en curso en algunas zonas del mundo, suficientemente demostrativos de cómo el hombre “civilizado” es capaz de reventar al prójimo en situación de crisis.

Si esto no es suficiente, saludable es recordar que han sido los pueblos más cultos, los más educados y mejor organizados del mundo, los que se destrozaron entre sí en los dos guerras mundiales pasadas y, curiosamente, los mismos de entonces, son quienes -de nuevo- se desafían como perros rabiosos, locos por despedazarse en una tercera ocasión.

Oportuno es recordar a Sigmund Freud –llamado padre del sicoanálisis-, quien decía que “el destino de la especie humana depende de la capacidad que esta tenga de dominar la pulsión de autodestrucción inherente a la agresividad que posee”.

A lo mejor insinuaba que somos una amenaza para la coexistencia, no lo sé, pero, sospecho que murió sin saber cuánta razón tenía. Por desgracia, el mundo puede que esté muy cerca de saber cuán acertado está lo que dijo, cuando la más profunda y globalizada crisis económica jamás vista libere al polizonte que todavía guarda en sus entrañas: conflagración.

Ojalá me equivoque… y Freud también.

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