“El país del futuro no lo podemos diseñar con la participación unilateral de los actores políticos. Se necesita del compromiso y la participación de todos los dominicanos”. Homero Figueroa, nuevo vocero del gobierno, clamó así por los aportes de todos a las reformas encabezadas por el Presidente Luis Abinader.
Nuestra resiliencia económica quedó sobradamente demostrada por la política monetaria del Banco Central. Las bajas tasas de interés estimularon la construcción privada y el mercado inmobiliario. El PIB crece así al 13%.
Para que este logro incuestionable sea sostenido la recuperación debe ser inclusiva y sostenible.
El crecimiento inclusivo requiere empleo pleno y productivo así como trabajo decente para todos. Sólo así habrá inclusión social, económica y política.
Para no dejar detrás a nadie hay que erradicar la pobreza, reducir la desigualdad y alcanzar la equidad de género, objetivos que confrontan no pocas barreras.
Un ejemplo es la ausencia de una educación equitativa de calidad que ofrezca oportunidades de aprendizaje permanente para completar la primaria y la secundaria; que asegure un acceso igualitario a una formación técnica, profesional y superior de calidad; y que permita aumentar el número de jóvenes y adultos con las competencias técnicas y profesionales requeridas para acceder al empleo, el trabajo decente y el emprendimiento, ahora que se robotiza la industria y se automatizan los servicios por la cuarta revolución industrial.
Otro ejemplo es la preservación en manos del Estado de activos que deben ser colocados en la bolsa de valores para su adquisición por todos aquellos que cotizamos en los fondos de pensiones, convirtiéndonos así en un país de propietarios.
El crecimiento sostenible demanda ciudades seguras y resilientes, con viviendas adecuadas, asequibles y suficientes, con acceso a servicios de agua y saneamiento que funcionen satisfactoriamente llueva, truene o ventee; con sistemas de transporte masivo seguros y asequibles; y con impacto ambiental reducido.
El crecimiento sostenible demanda prácticas agrícolas resilientes para aumentar la productividad y la producción preservando los ecosistemas, fortaleciendo la capacidad de adaptación al cambio climático y a los desastres y mejorando progresivamente la calidad de la tierra y el suelo, para así acabar con el hambre, alcanzar la seguridad alimentaria y mejorar la nutrición.
El agua, esencial para la vida en ecosistemas y asentamientos rurales y urbanos, deberá gestionarse integralmente y con eficiencia en hogares y recintos laborales del campo y la ciudad.
La energía deberá ser asequible, confiable y moderna, progresivamente renovable y gestionarse con eficiencia, sin pérdidas de transmisión ni insuficiencias de conservación.
La producción y el consumo deberán desvincularse de la degradación ambiental, gestionando de manera sostenible y eficiente los recursos naturales y avanzando hacia una economía circular que racionalice ecológicamente los químicos y demás desechos a lo largo de su ciclo vital, reduciendo su liberación a la atmósfera, el agua y el suelo a fin de minimizar sus efectos adversos.
El crecimiento sólo podrá ser sostenido si es a la vez inclusivo y sostenible. Así lo demanda el país resiliente del futuro, conforme lo pactamos en la ONU en 2015 al aprobar la Agenda 2030.