La semana pasada me llamó la atención una información periodística publicada en medios de prensa mexicanos en la que se destacan las reflexiones de Sebastián Marroquín, hijo del capo colombiano Pablo Escobar Gaviria, quien manifiesta preocupación por la inmensa cantidad de jóvenes que le expresan admiración por su padre, a pesar de que hace más de dos décadas que fue ultimado por los órganos policiales de su país.
Sebastián, quien no reniega del gran amor que siente aún por quien fuera su progenitor, al pasar balance sobre su legado, afirma que no quiere ser como él, lo que es digno de admiración, pues es un joven que asume una actitud de rechazo a la vida que llevó su papá y que terminó siendo la causa de su desenlace fatal y de todo el sufrimiento de su familia.
Lo que más llamó mi atención fueron sus juicios sobre cómo Escobar adquirió gran popularidad entrelos pobres de Colombia, usando parte del dinero obtenido en el negocio de las drogas para hacer obras en beneficio de los más necesitados, aprovechando la ausencia del Estado.
A Escobar llegó a considerársele un mecenas que apadrinó el desarrollo de actividades en Medellín, en Antioquia y en muchas otras partes de Colombia, donde construyó centros educativos, canchas deportivas, cientos de viviendas, entre muchas obrasde las que se informa en sus reseñas biográficas.
Al leer las reflexiones de Sebastián, rápidamente las relacioné con lo que está sucediendo en la República Dominicana, donde personas que se dedican al negocio ilegal de las drogas son considerados como héroes en sus comunidades, ya que siempre dicen presente aportando dinero para ayudar en situaciones humanitarias y apoyar actividades sociales y políticas que se realizan en sus zonas de influencia.
En nuestro país, igual que en Colombia, los enriquecidos por el negocio de la droga cumplen funciones que le corresponden al Estado, a consecuencia de la ineficacia en el cumplimiento de sus tareas. Y, de acuerdo a lo que se observa, en diversas ocasiones son las mismas autoridades las que los invitan a “contribuir” con las iniciativas de desarrollo, abriendo las puertas a la pseudo filantropía que presenta a los narcotraficantes como “buenos tipos”, dispuestos a compartir parte de su botín con sus vecinos, lo cual constituye un mensaje equivocado para la población.
Tomando en cuenta las lamentables situaciones de violencia por las que han atravesado países como Colombia y México, como resultado de la corrupción y la impunidad que están asociadas al tema de las drogas, siento una gran preocupación por nuestro país, ya que cada día que pasa son más los asesinatos por encargo o “ajustes de cuenta”, en los que se presume, de una manera u otra, una vinculación con el tema de las drogas.
Además, como secuela del narcotráfico y el consumo de drogas la delincuencia ha tomado gran auge en nuestra nación, pareciendo que ya ni la policía ni ninguna otra instancia del Estado tiene capacidad para controlarla.
Me queda claro, a partir de las reflexiones del hijo del más famoso capo de las drogas, que el narcotráfico no es un juego de lotería en el que se puede alcanzar los sueños de riqueza, como algunos se lo han querido mostrar a los jóvenes para engañarlos y enrolarlos en esa telaraña de desgracias.
Si bien es cierto que por medio de estas actividades ilícitas se puede obtener una gran fortuna, lo mayor posibilidad es la de vivir en un infierno, ya que además de destruir la vida de muchas personas por medio de las drogas, también los narcotraficantes destruyen sus propias vidas y la de sus familiares, pagando precios muy altos, incluyendo hasta su propia existencia, en aras de una riqueza que solo dura mientras le acompaña la suerte o la complicidad.
Mirándonos en el espejo ajeno, aún con todo el daño que ya ha padecido, la República Dominicana se encuentra en pañales en cuanto a las consecuencias asociadas al narcotráfico. Por eso creo que todavía estamos a tiempo para prevenir que este mal se siga propagando, como ha ocurrido en otros países de la región.
Comenzando por los que dirigen, se requiere que trabajemos por un país donde nuevamente podamos sentirnos seguros al caminar por nuestras calles. Y eso solo será posible si los líderes de la sociedad abandonan el egoísmo y destierran el mal ejemplo que ya se está incubando en una parte de la próxima generación de dominicanos y dominicanas.