Conozco un caballero que ha resultado ser como los santos ligeros que brincan solos del altar del respeto con cualquier brisita ética sin necesidad de remeneo lilisiano.
Viene a ser que me deslumbraba verlo discurriendo sobre Locke, las doctrinas católicas, las ideas políticas, el sindicalismo, la seguridad social e innumerables temas interesantes.
Por momentos me recordaba a lumbreras que tuve oportunidad de tratar, como P. R. Thompson o Marcio Veloz Maggiolo o mi tío-abuelo el padre Pin Báez. Hasta que hace unos días, picado por curiosidad ante la prolija producción intelectual de este prodigio, acudí a Google para leer más sobre uno de sus temas.
¡Qué desilusión! Palabra por palabra, sin atribución ni comillas ni notas al pie, este portento había copiado o calcado muchas de sus supuestas ideas propias. ¿Qué afán por parecer lo que no se es puede mover a alguien a este descarado robo de la propiedad intelectual ajena? Una revisión me comprobó el triste descubrimiento.
Ser impune copiador compulsivo de textos ajenos, ¡qué desgraciado legado para periodistas y escritores!