“Por eso no seremos nunca la pareja perfecta,… si no somos capaces de aceptar que sólo en la aritmética el dos nace del uno más el uno”. Julio Cortázar
Su declive empezó cuando cumplió los cincuenta. Una resequedad se adueñaba de su ser convirtiendo poco a poco un cuerpo robusto en una pequeña pasa. A esa edad todo empezó a salir mal. Punto medio entre ir o estar, entre venir o quedarse, subir o bajar. Su cuerpo dejó de ser el mismo y la relación con su mujer no volvió a ser normal. Ya casi olvidaban esas promesas de ardor porque no eran capaces ni de encender en un pajar. Cada vez que se abrazaban trozos de piel se quedaban en las manos; en los besos los labios punzaban, las miradas cegaban y las palabras ni se escuchaban. Encima ella decidió encerrarse. Cada amanecer y cada anochecer él notaba que el culo se le asemejaba a un mundo poblado de montañas.
El día que se le pobló la vida de mariposas él salió como siempre. Antes, ella le preguntó si venía a comer.
–No tengo estómago.
Ella lo celebró y con timidez le dijo que se alegraba porque ella ese día no tenía manos. Y le preguntó si venía a dormir.
–No, porque esta noche no tendré mis ojos –contestó él.
La dejó acostada bocabajo en la cama, quiso descubrirle mundos, intentó besarla, pero le sonrío con desgano. Ya ni siquiera lo celaba. Salió como si fuera a trabajar, en cambio se metió en el bar de la esquina, a leer y beber licor de hierba, como hacía desde que se quedó sin trabajo, y ella aun no lo sabía.
Un sándwich de luz y sombra entraba por la persiana del bar. Buscó una de las líneas oscuras para seguir leyendo. Se levantó y cambió de sitio, pero no pudo continuar con la lectura. Al alzar la vista sus ojos se encontraron con las nalgas voluminosas de su mujer que avanzaba con prisas. Una sensación hecha angustia se le instaló en el cuello. Por fin había salido. Tres años después, pero ¿A dónde iba su mujer tan bonita? ¿Por qué tantos colores? ¿Por qué casi volaba al andar? La reconoció por el vestido que llevaba y porque es la única de culo grande en el barrio. Era el vestido que se ponía en los momentos especiales. Se lo había regalado en su quinto aniversario. Era multicolor, colores cálidos que deslumbraban a su paso. Se extrañó porque no se lo puso el día que él cumplió sus cincuenta años y ahora sí.
Colocó el marca página en el libro, una foto en blanco y negro tomada la noche que se conocieron y que ella le había regalado el cumpleaños pasado. Pagó, se despidió con un hasta luego y salió sin dejar de mirar el revoloteo del vestido y sigiloso salió detrás de ella, sin dejar de mirar su contoneo. Ya casi llegaba a la otra acera. Él corrió para que la luz del semáforo no cambiara, pero tropezó con dos señoras y la caja de fresa que llevaba una de ella rodó por el suelo. También rodaron insultos y maldiciones. Recogiendo con prisas las fresas, miró a su mujer desaparecer por la primera esquina.
Cuando la encontró su mujer vomitaba gusanos, gusanos de seda. Se abalanzó hacia ella, la cogió por el cabello, por unos segundos se quedó mirándola. La abrazó por la cintura mientras ella manchaba el vestido y la acera de gusanos. Ayúdennos por favor, quiso decirle a alguien que cruzaba a su lado, pero ni los miraban.
Le recogió el cabello y se lo amarró en una cola en lo alto de la cabeza. Las arcadas continuaban y los gusanos de seda salían sin ningún control.
Cuando la mujer terminó de vomitar lo miró avergonzada. Los ojos llorosos y algunos gusanos pegados en la comisura de la boca. Él la limpió con ternura. Quiso preguntarle tantas cosas y solo le dio un beso. La mujer sonrió y se limpió con más vergüenza aún. Él la ciñó hacia su cuerpo, se abandonaron en un abrazo. Al separarse traía piel en las manos pero no le dio importancia.
Ella intentó tranquilizarlo:
–Hace mucho que me pasa. Tengo un bosque de gusanos en mi estómago. Me descuidé y los árboles echaron raíces.
–¿Qué podemos hacer? –preguntó él.
–Ya es tarde, pronto vendrán mariposas a revolotear a mí alrededor y espero convertirme en muchas de ellas.
Entonces su mundo se pobló de mariposas y al no poder volar con ellas él se mudó a los prados poblados de flores e insectos. Y a veces, al amanecer, cuando la brisa era más serena, cuando olía a heno y el sabor era a nada; cuando él contaba mariposas multicolores, blancas y negras, llegaba una mariposa con el ala rota, se posaba sobre su cuerpo. Y era cuando olvidaba el zumbido de las abejas, cuando no le importaba si los colibríes dejaban de volar en algún momento, cuando el sol dejaba de existir sin hacerse oscuridad. Era cuando quería ser gusano de seda, ser crisálida, hilar capullos, mudar la piel. Despertar transformado aun sea en un simple gusano, aun sea en uno de esos que luego se convierte en mosca.
Pero ya era tarde, su mujer volaba y ya él iba por los sesenta, ya si era verdad que su cuerpo no era el mismo.