No creo que exista viandante alguno que no esté convencido de que vivimos en un mundo no solamente globalizado, en extremo interdependiente, sino sostenido en frágil equilibrio ante un excesivamente peligroso escenario geopolítico.
Vivimos un mundo paralizado por tantas inseguridades, amenazas, terrorismo, guerras, miedos, drogas y, lo que es peor, con rejuvenecidas ganas de inmolarse en medio de una crisis económica brutal que ha llevado a la pobreza a docenas de millones de personas en Europa y en los EE. UU., que vienen a engrosar aquel viejo parque de penurias que ha azotado a tantos países desde tiempos que ya no están en la memoria.
Dejar tirados en la cuneta a un cada vez más creciente número de ciudadanos en las extrañas circunstancias por las que atraviesan ahora los países desarrollados, nos dice que muchas cosas allí bien no funcionan.
De pronto, toda esa gente que en su momento abarrotó las calles de sus respectivas ciudades a protestar contra el sistema, hoy enganchada a la política a través de partidos políticos (Podemos, Zyrisa, 5 estrellas, etc.), reclama ahora su epístola de derechos.
Es evidente que la llamada izquierda radical sigue ampliando simpatías; pero enfrente, fuerzas poderosas como la llamada ultraderecha, la cual, también, avanza, se reposiciona firme en partidos ultranacionalistas como el UKIP, FN, FDÖ y otros más.
No solo vislumbro un nuevo tablero en el que la socialdemocracia y el estado de bienestar a la vieja usanza caerán, sino que la herencia de los grandes pensadores de las ciencias sociales y económicas de los siglos XIX y XX ya ha sido reemplazada por nuevos gigantes de la economía que determinan nuestro estilo de vida y la forma en la que consumimos.
Corporaciones como Amazon, Apple, Samsung, Google, Facebook, etc., han emergido como símbolos imbatibles de una nueva Era transformadora del pensamiento, de modo que las sociedades contemporáneas conducen velozmente a la especie humana hacia una versión moderna de servidumbre mediante una adictiva revolución tecnológica.
Este fenómeno se explica porque el único paradigma que, para bien o para mal, hasta ahora ha funcionado es el de los mercados, los cuales, como siempre, imponen sus reglas, condicionan, para desgracia, ciertas decisiones políticas y, debido a ello terminan, muchas veces, asumiendo roles que debería desempeñar el Estado.
Las cosas han cambiado tanto, que ya nada es lo que parece. Todo lo que se percibe es solo apariencia y una simulación de lo real. Con la verdad ridiculizada, lo absoluto se hizo relativo y lo correcto se volvió una mera ilusión. En franco camino a la deshumanización, la trascendencia de la sabiduría que dan los años se ha esfumado en la bruma de la digitalización de los sentimientos, a la que, con tan solo medio recorrido, ya se ve trazándole a la humanidad una insípida vida plana sin las emociones de sus altibajos, fragmentada a través de las redes sociales.
No es casualidad, entonces, que las personas se sientan inconformes o, quizás, irritadas; a lo mejor, confundidas, pero, en definitiva, vulnerables hasta llegar a pensar que no pueden controlar más el curso de sus vidas, incluso en aquellos países del llamado primer mundo, en donde se suponía que con un futuro holgado asegurado todo invitaría al más romántico optimismo imaginable.
Pero las crisis no son totales ni son absolutas, pues no todos las canalizan por igual; mientras cada quien hace lo suyo, alguien aparecerá, quizás el tonto, quizá el héroe, y encontrará cualquiera que sea la manera de cambiar su suertey la de los demás. ¿Y usted, qué hará?