Hace menos de un mes, el presidente Luis Abinader concitó el apoyo casi unánime de los dominicanos cuando reclamó a la comunidad internacional que tendiera la mano al pueblo haitiano. Contrario a lo que piensan algunos, pocos en el país consideran que la migración descontrolada es buena.
Eso sólo lo piensan quienes emplean mano de obra indocumentada, más fácil de abusar porque se le dificulta reclamar derechos.
Lo que sí demandan muchos, y con razón, es que los indocumentados sean tratados como los seres humanos que son, porque el problema del tráfico no se resuelve partiendo la soga por lo más delgado, sino atacando su fuente real: quienes trafican indocumentados y quienes permiten ese tráfico en la frontera.
Precisamente por eso ha causado estupor la deportación de embarazadas haitianas que acudieron a atenderse a los hospitales. No es sólo que esta práctica está expresamente prohibida en el artículo 134 del reglamento de la Ley de Migración; es que en términos prácticos es una herida autoinfligida para el país.
No es posible para nadie creer que las imágenes de mujeres embarazadas o recién paridas montadas en autobuses de la Dirección General de Migración haga bien al país frente a la misma comunidad internacional a la que reclamamos asumir responsabilidades.
Pero, además, esa medida carga todo el peso sobre embarazadas y recién nacidos, mientras que quienes se benefician económicamente del tráfico de personas continúan su negocio tan campantes.
Migración le ha arrancado al presidente Abinader la capacidad política de instar a los demás países a actuar con responsabilidad ante la crisis haitiana. La forma ha hecho que el Estado dominicano pierda la autoridad para exigir el fondo. Todo por querer, como dice la sabiduría popular, “coger piedras para los más chiquitos”.
Es necesario que el Estado asuma la responsabilidad de atacar las mafias que traen (o dejan pasar) indocumentados al país. Eso sí es cumplir y hacer cumplir la ley y lo apoyarán todos los dominicanos.