Se atribuye a Maquiavelo haber dicho que “el fin justifica los medios”. En realidad, es una paráfrasis de lo escrito en el capítulo 9 de su obra “Discurso sobre la primera década de Tito Livio” donde señala que, ante situaciones de extrema gravedad, las acciones extraordinarias de los líderes pueden ser juzgadas más por sus resultados que por sus medios.
Maquiavelo, pues, no recomendaba -como piensan algunos- que quienes detentan poder lo ejerzan sin aceptar controles porque sus buenas intenciones lo justifican todo.
Por el contrario, reconoce que estas acciones sólo son justificables si el peligro que se conjura es, más que grave, existencial.
Desde los albores del pensamiento liberal que sirve de base a nuestro ordenamiento constitucional se reconoce que el poder del Estado se justifica sólo porque permite disciplinar la dimensión violenta de las relaciones humanas.
Si todos entregamos el monopolio de la violencia legítima al Estado es porque confiamos en que lo usará con responsabilidad. Esto es el contrato social hobbesiano. No se trata de cambiar la incertidumbre de la anarquía por la certeza del abuso estatal.
El peor peligro interno que acecha a cualquier democracia es la dilución de este acuerdo porque el Estado entiende que el poder entregado es un fin en sí mismo o, igual de grave, cuando lo cree suyo y lo usa para fines que no son los del bien común.
Este camino se recorre paulatinamente y suele empezar con excepciones a las reglas que limitan el poder público porque se juzga necesario en un caso en particular.
Se sienta así un precedente que luego se infiltra en la práctica usual y carcome los límites al poder público y, luego, inevitablemente, al contrato social.
De ahí que sea tan peligroso cuando, amparado en la supuesta necesidad de proteger la virtud cívica, el Estado sobrepasa los límites de su poder o abusa de sus prerrogativas.
Esto suele venderse como imprescindible para proteger a los ciudadanos de sí mismos, pero una y otra vez la historia demuestra que termina sólo beneficiando a los que mueven los resortes del poder.
Es una pendiente resbalosa que resulta difícil volver a escalar.
Protejamos nuestro contrato social, porque ya nos ha pasado que por no hacerlo ha entrado el mar.