Roberto Lebrón
Si me meto a narcotraficante, cosa que dudo mucho, lo primero que haría -una vez salga de prisión- sería pedirle excusas a mi familia y luego a la sociedad dominicana por los daños ocasionados a la colectividad, a pesar de haber pagado con la cárcel el crimen cometido, que en este caso es uno de los mas execrables.
El segundo paso a dar, siempre tomando en cuenta la remota posibilidad de que me convierte en criminal, me trazaría la alcanzable meta de reorientar mi vida, obviamente que junto a los míos, para echar a delante después de ese tropiezo que causó los trastornos que dejan marchado para la eternidad.
No importa donde haya cumplido la pena, es decir en República Dominicana o en Estados Unidos, país este último de donde naturalmente seré expulsado como todo un paria, aunque no con el hermetismo y la seguridad con que fui sacado por orden de la Suprema Corte de Justicia y con el aval de un decreto presidencial.
Evidentemente que en este país ocurre todo lo contrario con los narcotraficantes, quienes al retornar a su tierra se convierten en celebridades -o los convierten- como si las víctimas de sus acciones fueran los ciudadanos dominicanos y la sociedad en sí, esa sociedad que nunca se recuperará de las lesiones recibidas.
Sería el primero en reconocer, insisto si me tuerzo en el camino, en que los agravios cometidos contra la estructura social me obligarían a enviarle lo que en términos legales significaría un desagravio como justa reparación o compensación para resarcir un perjuicio u ofensa de tal envergadura.
Estoy convencido -ratificando la difícil posibilidad que me meta a narcotraficante y sea desterrado- de que al volver lo primero que se publicaría en la prensa es mi nombre citándome como ex convicto, ex narcotraficante o ex jefe del cártel tal que logró llevar decenas de toneladas de narcóticos al exterior, sobre todo a Nueva York.
Consciente de que esos serían los títulos que recibiría, para los que la prensa escrita y electrónica litros de tinta, no tendría otra alternativa que escurrirme hacia un lugar hasta que mi nombre desaparezca de la mente de los ciudadanos dominicanos, aunque no así de los que en algún momento apoyaron mis malvadas acciones.
Al retornar de EEUU, si es que soy un hombre público o me convierten en una celebridad, hago que mi abogado local, o contrato a un comunicador, para pedirle excusas a mi familia y al país -como ya he dicho- porque ninguno de ellos merecían esta agresión, esta herida mortal que sin dudas les infringí.
Lo que quiero significar es -y perfectamente lo entienden mis lectores- que los ex narcotraficantes retornados al país, después de cumplir sus penas por allá, le pidan perdón a sus familiares y al país por los daños ocasionados y, de lo contrario, que se inserten a tranquilos a la sociedad dominicana.
Muchos están en territorio dominicano, pero pasan desapercibidos, evitan que sus nombres sean citados, aunque otros -lo que es poco usual- tratan de reabrir las lesiones causados al país y sus instituciones, sin estas terminar de cicatrizar, partiendo de que los casos en que se vieron envueltos carecen de precedentes.
