En la antigüedad la forma de desplazar a los gobernantes era mediante la guerra. El que tenía más fuerza tomaba el poder y se mantenía hasta que otro más fuerte lo quitaba de forma violenta.
Hace tres mil años los atenienses buscaron una solución a eso: la democracia, que permitía a los pueblos satisfacer el deseo de cambio de manera pacífica a través del sufragio.
Se fueron eliminando los abusos de la clase gobernante (pues gobernaba el pueblo) y las guerras civiles (entre personas de un mismo país).
Con el tiempo la democracia se expandió por el mundo, llegando a nuestro país.
Claro, nunca faltan quienes no se ajustan a las reglas de la democracia y buscan perpetuarse en el poder. Pero como la democracia y la paz son hermanitas que siempre van de la mano, cuando una se va, la otra no se queda.
Hoy nuestro país vive momentos críticos, donde la desesperación de un pequeño grupo por mantener sus privilegios (y no caer presos) amenaza la democracia.
Y lo peor no es que se le quite a otro grupo la oportunidad de aspirar a puestos de gobierno (que tal vez buscan hacer lo mismo).
Lo peligroso es que eso traería fuertes episodios de violencia, en los cuales los de abajo siempre son los que más pierden.
Debemos defender la democracia, no por los partidos ni por los políticos. Debemos hacerlo por el derecho que tenemos de vivir en paz.
Como Cristo cuando dijo: “Padre, si quieres, pasa de mí esa copa; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Mt. 22.42). Así mismo, estamos listos para servir a nuestro pueblo, aun en las circunstancias más radicales, pero haciendo todos los esfuerzos posibles para librarlo de la amarga copa de la violencia.
Somos amantes de la paz, y precisamente por eso debemos defender la democracia hasta con uñas y dientes de ser necesario.
La tiranía es como un cáncer: mientras más temprano se elimina, la operación es más fácil y menos riesgosa. No hay tiempo que perder.