Laura Chinchilla afirma que "la trayectoria que está siguiendo El Salvador es la misma de Nicaragua" en cuanto a garantías fundamentales.
El aplastante triunfo electoral que se adjudicó el presidente de El Salvador, Nayib Bukele, el domingo parece afianzar una suerte de efecto contagio de sus políticas de seguridad en América Latina.
“Nos interesa adaptar el modelo de Bukele”, dijo la ministra argentina de Seguridad, Patricia Bullrich, un día después de que el mandatario salvadoreño fuera reelegido con una amplia mayoría.
Fue la última señal de que gobiernos de la región, desde Honduras a Ecuador, se inspiraran en las recetas de mano dura de Bukele contra la violencia de las pandillas, como la adopción de un estado de excepción y el encarcelamiento masivo, con las que hundió las tasas de homicidio en El Salvador.
Sin embargo, Laura Chinchilla, expresidenta de Costa Rica y experta en seguridad, descarta que la estrategia de Bukele pueda ser un modelo para América Latina.
“Simplemente es irreal y se está soñando con una especie de espejismo que nos hace perder tiempo”, dice Chinchilla en una entrevista con BBC Mundo.
Y sostiene que hay alternativas exitosas de combate al delito, incluida la que ella misma aplicó cuando gobernó su país entre 2010 y 2014, con una reducción de los homicidios y aumento de los encarcelamientos sin desmantelar el Estado de derecho como cree que hace Bukele.
Lo que sigue es un resumen del diálogo telefónico con esta politóloga que también fue ministra costarricense de Seguridad Pública y de Justicia, así como consultora de organismos internacionales en estos temas.
¿Qué conclusión ha sacado sobre la reelección del presidente Bukele en El Salvador?
Que prácticamente han desaparecido elementos fundamentales que caracterizan un Estado democrático en El Salvador.
Por ejemplo, no vimos un terreno nivelado, con similares condiciones de participación para diferentes alternativas.
Quizás lo que más nos golpeó fue ver una autoridad electoral absolutamente anulada, al punto que ni siquiera pudo terminar de dar el conteo y los datos oficiales, sino que fue el propio gobernante el que los da.
Previo a eso había habido una flagrante violación a la Constitución mediante una interpretación de una Corte que había sido nombrada políticamente por un Congreso controlado también por el gobernante.
Y la prensa independiente ha tenido que salir prácticamente de El Salvador para informar desde afuera.
De manera que esas condiciones, que son fundamentales para decir que hay una elección con plenas condiciones de participación, competencia y transparencia, ya venían siendo muy limitadas.
De todos modos, los resultados que se han anunciado señalan que Bukele ha obtenido una victoria contundente. El mismo la calificó como “el porcentaje más alto de toda la historia”. ¿Esto no legitima su mandato?
No es suficiente.
Básicamente ha venido tomando decisiones con la única justificación de que las mayorías están con él. Y ya sabemos muchas lecciones de la historia en donde gobernantes asentados sobre mayorías a veces muy fanatizadas terminan conduciendo a escenarios extremos, naciones aún con instituciones más fuertes que El Salvador.
El hecho de tener las mayorías consigo no valida que un gobernante haga lo que quiera.
En democracia nunca se podrá justificar por ejemplo aplastar consideraciones de las minorías en nombre de las mayorías.
Esos balances pareciera que están desapareciendo en El Salvador.
Bukele afirmó que esta “sería la primera vez que en un país existe un partido único en un sistema plenamente democrático”. ¿Qué opina?
A mí me cuesta mucho comprender que haga alarde de ciertas cosas.
Creo que tenemos escalas de valores muy diferentes y posiblemente me voy quedando un poco sola en una región que está aplaudiendo muchísimo este tipo de liderazgos.
Para mí sería un signo de fracaso contundente salir a hacer alarde de que tengo la prisión más grande del mundo. Yo quisiera competir diciendo que tengo las escuelas más grandes y eficientes del mundo, pero no las cárceles. Allí evidentemente hay un símbolo de una sociedad fallida.
Lo mismo pasa cuando hace alarde de una democracia con partido único. Claro, si hay partido único, la gente le da la mayoría de los votos. Yo aspiro más bien a una democracia altamente competitiva.
Me parece que los que seguimos peleando por la democracia cada vez quedamos más en minoría. Las democracias están en un momento de declive a nivel universal.
No cabe en mi escala de valores aplaudir una manifestación como esa. Me parece un horror.
El partido de Bukele tendrá un control prácticamente total de la Asamblea Legislativa, donde la oposición “quedó pulverizada”, según las palabras del mandatario. ¿Qué implica esto de cara a su segundo mandato?
Ya hemos visto su estilo de gobernar autocrático, vertical, sin rendición de cuentas por parte de mecanismos sociales independientes o de prensa independiente.
Lo que vamos a ver es la intensificación de este estilo de gobierno.
No quiero tampoco disminuir muchas de las condiciones que llevaron a El Salvador a abrigar con tanto entusiasmo lo que está pasando.
El Salvador venía de una seguidilla de gobiernos altamente ineficientes y corruptos. Hay condiciones concretas que hicieron que la gente llegara a un nivel de hartazgo.
Más allá de los ciudadanos, los gobernantes siempre estamos obligados a ponernos mecanismos de autocontención. El poder es lo más tentador y en salvaguarda de las instituciones tenemos que aprender a autocontenernos.
No es reclamarle al pueblo de El Salvador, sino a una persona que llega sabiendo que el pueblo está en situación de vulnerabilidad, que fue capaz de someterse a uno de los confinamientos más fuertes que se tuvo en la pandemia.
Esta conjugación de cosas le dio ideas que está poniendo en práctica y que más bien van a terminar de erosionar lo poco que podía haber quedado de democracia y Estado de derecho en El Salvador.
Después que se confirmara que Bukele buscaría su reelección pese a que la Constitución salvadoreña lo prohíbe, usted sostuvo que “a Nicaragua se une El Salvador”. ¿Es comparable lo que ocurre en ambos países?
Desde el punto de vista de la disminución de garantías fundamentales como la libertad de expresión, del debilitamiento del Estado de derecho con la cooptación de los funcionarios judiciales, fiscales y jueces, la trayectoria que está siguiendo El Salvador es la misma de Nicaragua.
Ciertamente, como él se autocalifica, puede lucir como un autócrata cool, muy distinto al estilo tan burdo y grotesco de Daniel Ortega y su esposa. Pero el ser cool no le agrega más que un estilo.
A efectos de lo que más nos preocupa, que es la institucionalidad que los gobernantes estamos obligados a observar, los resultados van siendo muy similares.
¿Cree entonces que El Salvador ha dejado de ser una democracia?
Sí. O sea, en este momento soy muy rigurosa porque además participo en el consejo asesor de la institucionalidad internacional y ahí se están haciendo análisis permanentes.
Por la mayor cantidad de categorías que se utilizan para analizar cómo se mueven los países desde democracias plenas hasta autocracias, diría que ya El Salvador está pasando esa línea entre un régimen híbrido y avanzando más hacia una autocracia.
¿Qué implica esto para Centroamérica?
Para Centroamérica implica una constatación de que sigue habiendo causas muy profundas, estructurales, que no le permiten a la región salir de esa eterna condena al autoritarismo, a la corrupción, a los autócratas, a los populistas.
Lo digo con tristeza, porque en el fondo es reconocer que se está dando una regresión a los años más oscuros que vivió Centroamérica: los años de las guerras civiles.
Se olvida muy rápido de dónde viene Centroamérica.
Por eso, a veces cuando se levantan las banderas por ejemplo de arreglar la seguridad como una excusa para debilitar el Estado de derecho y las garantías propias de una democracia, me permito recordarle a la gente que esas guerras estuvieron asociadas a autocracias, gobiernos militares, de facto, y provocaron más de 300.000 muertes en toda Centroamérica.
Nos tomó más de dos décadas reestablecer la democracia. Es decir, es mucho más difícil retomar la senda democrática que la senda de la seguridad ciudadana. Entonces no pueden ser jamás equivalentes.
Hoy en Centroamérica se ve que cualquier excusa termina siendo más importante que la defensa de la democracia.
Y hacia ahí vamos. Veo el caso de El Salvador, que es el más evidente después de Nicaragua. Estuvimos a punto de ver algo similar en Guatemala. Honduras hace un esfuerzo por debatirse, pero existen tensiones de involucionar utilizando de nuevo la seguridad ciudadana como excusa.
Hasta mi pequeño país (Costa Rica) empieza a ver algunas manifestaciones preocupantes de sectores que, frente a una crisis de seguridad que estamos viviendo, miran a El Salvador como un factor de inspiración. Y de acuerdo a los indicadores de Reporteros sin Fronteras, experimentamos el año pasado una caída de 15 puestos en el ranking internacional libertad de prensa.
Nadie parece discutir que la clave del triunfo de Bukele está en su política de seguridad, que muchos ven como exitosa al haber aplastado las maras y derrumbado la tase de homicidios de El Salvador, que era una de las más altas del mundo. ¿La gente avala sus métodos contra la delincuencia pese a las denuncias y riesgos de violaciones de derechos humanos?
La política de seguridad es cierto que es uno de los grandes movilizadores de la población en favor del liderazgo de Bukele, pero no podemos ignorar la política de comunicación que él ha desplegado.
No conozco un solo ejemplo en el mundo de una política de comunicación, que empezó antes de llegar a sus políticas de seguridad, con el control total de la imagen del gobernante. Es decir, había ya unas limitaciones enormes para informar por parte de los medios de comunicación.
A él se le ha presentado como algo sobrehumano y eso merece un capítulo de estudio, preguntarnos si es viable y real emular liderazgos como el de Bukele como pareciera repetirse a lo largo de América Latina.
En cuanto a la política de seguridad, El Salvador ya venía haciendo una reducción de homicidios bastante sensible.
Bukele primero no intentó hacer una guerra total sino una especie de paz negociada con los criminales. Cuando hay un incumplimiento de condiciones con algunos de estos líderes mareros, él decide hacer la guerra total.
La política de seguridad parecía obedecer a criterios personalísimos y arbitrarios de un presidente. Eso sigue generando dudas y temores, porque puede volver a hacer una negociación en cualquier momento.
Que eso hoy le esté dando resultados, porque la tasa de homicidios es la más baja reportada por ellos –no son cifras verificadas–, me parece que simplemente es un éxito desde el punto de vista de tranquilizar a la población.
Él utiliza el ejemplo de Canadá en cuanto a los índices que aspira a alcanzar. Pero me parece una gran ofensa para Canadá subsumir sus resultados al simplismo ramplón de construir cárceles y hacer redadas para eliminar la criminalidad.
Eso no es una utopía; es una distopia lo que tiene en su cabecita en El Salvador.
El Salvador parece ser uno de los pocos países de América Latina, sino el único, donde se observa en los últimos años un desplome de la violencia y los homicidios. ¿Existe una alternativa para lograr resultados similares?
Sí existen alternativas, porque ya se han demostrado en el pasado, sin tener que renunciar a pilares tan importantes como el Estado de derecho.
Costa Rica demostró cuando yo goberné que podíamos disminuir la tasa (de homicidios) a niveles históricamente bajos, como 8 por 100.000 habitantes. Es decir, casi lo que ha logrado Bukele sin tener que recurrir a esos mecanismos.
Sí hubo que ser firmes, pero no arbitrarios.
Creció la población penitenciaria en casi cien por ciento durante mi gestión, pero en una alianza con los jueces para poder agilizar mecanismos particularmente en delitos de flagrancia. Y eso se complementó con muchas intervenciones integrales en las comunidades de alto riesgo.
Tuvimos que hacer un trabajo para mejorar la situación de las cárceles sin sacrificar algunas garantías que las personas deben tener aún cuando están encarceladas.
Hay ejemplos como el caso de Canadá. Pero también ha habido regiones de América Latina, como Medellín y ciudades de Brasil, donde se ha logrado bajar las tasas de homicidios de manera significativa gracias a trabajos buenos que han hecho en su momento alcaldes y gobernadores de la mano de comunidades organizadas, municipios, empresas privadas, etcétera.
¿Por qué desaconsejaría ver la política de seguridad de Bukele como un modelo para América Latina?
Porque no es realista.
¿Dónde en América Latina vamos a encontrar Congresos con un dominio de casi 70% para que reiteren una y otra vez estados de excepción como el que está aplicando El Salvador?
¿Dónde en América Latina vamos a ver ausencias totales de garantías procesales porque el Poder Judicial está prácticamente cooptado en su totalidad?
¿Dónde en América Latina vamos a decirle a la prensa que se esconda y no informe sobre las maneras en que se están efectuando los arrestos, o que no pregunte si todas las personas que están en las cárceles efectivamente tienen comprobados los delitos que cometieron?
Simplemente es irreal y se está soñando con una especie de espejismo que nos hace perder tiempo y paralizarnos en discusiones absurdas.
Perfectamente podríamos estar haciendo todos los esfuerzos necesarios para hacer intervenciones de manera integral con mano firme que se requieren en la región, en coordinación con los jueces.
Lo que hacemos es perder el tiempo en condiciones bizantinas.
Las políticas se insertan en contextos institucionales específicos. Y afortunadamente los contextos institucionales en otros países de América Latina son mucho más sólidos desde el punto de vista del Estado de derecho de lo que en su momento encontró Bukele en El Salvador.
Incluso en Argentina, donde hay tasas de homicidios menores que en otros países de la región, la ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, dijo esta semana que al gobierno le interesa “adaptar el modelo de Bukele”, quien le ha ofrecido colaboración en el combate a la delincuencia. Es decir, las cosas parecen ir en contra de lo que usted señala…
Por eso le digo: hay quienes navegamos contracorriente.
No solamente por un asunto de principios sino ya como experta en seguridad digo que puede haber procesos institucionalmente menos traumáticos que el de El Salvador que aseguren resultados bastante favorables para la población.
Varios casos a nivel internacional lo confirman.
A veces enmarco estas manifestaciones de quienes están buscando responder más a las percepciones que a las realidades. Hay niveles de alarma social que quizás para algunos políticos son más fáciles de atender diciendo lo que (la gente) quiere oír y no necesariamente lo que conviene hacerse.
No quiero tampoco que a mí se me enmarque como garantista defensora a ultranza de los ofensores que abandona a las víctimas de la violencia.
En mi caso no me podrían jamás catalogar de eso porque en cuatro años (de gobierno en Costa Rica) se elevó la población penitenciaria en cien por ciento. Hubo un reconocimiento de que había gente haciendo daño en las calles y debíamos sacarla.
Pero sacar a esa gente requirió afinar las destrezas de investigación de la policía y agilizar los procesos de juzgamiento de los tribunales. Es decir, no lo hicimos disparando con perdigones a todo aquel que por andar tatuado teníamos que presumir que era delincuente. Lo hicimos recabando las pruebas necesarias para que esa gente pudiese encerrarse.
No hubo ningún trauma en Costa Rica y logramos bajar la delincuencia. Eso se puede volver a hacer.
Bukele se ha vuelto un fenómeno mediático y muchos políticos que me parece que se identifican con ese personaje sueñan con hacer lo mismo. Pero me temo que sus contextos no se lo permitirán. Tendrían que tener una política de comunicación cien por ciento controlada.
Mi consejo: dejen de ver ese espejismo, trabajen concentrados en sus contextos, convoquen lo mejor de los profesionales que tienen y verán que pueden resolver los problemas de seguridad con éxito.