La elección de Trump convierte a Estados Unidos en la única nación superpoderosa del Primer Mundo liderada por un presidente tercermundista.
Sus votantes, dolidos por la gran inflación de los meses pospandemia y la ralentización económica mundial por la invasión rusa de Ucrania, rehusaron entender que el Wall Street Journal, The Economist y el FMI ven a Estados Unidos como la potencia que mejor se ha recuperado, evitando la esperada recesión, llevando el desempleo a niveles bajísimos y aumentando su PIB más que cualquier otra economía desarrollada.
Los latinos y negros votaron por Trump pese a los agravios racistas y falsas imputaciones de criminalidad contra hispanos. Los trumpistas rechazan a inmigrantes, pero Melania es extranjera y habla inglés terriblemente.
La paradoja mayor es que los más pobres y peor educados, tradicionalmente demócratas, apoyaron mayoritariamente a Trump; mientras los más afortunados y con educación superior, tradicionalmente republicanos, prefirieron abrumadoramente a Harris. Hay demasiadas lecciones políticas en estas elecciones.
Quizás la mayor es requeteconocida: los sentimientos y emociones de los ciudadanos importan más que las verdades o certezas demostrables. Otra es que la democracia gringa no se suicida, pero obliga al resto del mundo a vivir en tiempos interesantes.