En cualquier espacio cultural, literario o educativo en el que participamos, se escucha con frecuencia la misma queja: “La gente no lee”.
“Los profesores no leen”, “Tampoco leen los niños ni los jóvenes”. Obviamente, el lamento se refiere a lo que ocurre con la mayoría de la gente, pues siempre vamos a encontrar gentes que leen con suma frecuencia y hasta dicen que no pueden dormir sin haber leído varias páginas durante el día.
Suelo responder que la época que nos ha tocado vivir no ayuda a que la lectura se convierta en un hábito de las mayorías. Tampoco nuestro sistema educativo lo fomenta.
No obstante, hay que reconocer que existe en todo el mundo una cantidad considerable de personas que lee continuamente, sobre todo en países que han desarrollado un sistema educativo eficiente, estimulante y competitivo.
El fenecido Gabriel García Márquez, p,remio Nobel de Literatura 1982, decía que el hecho de que su exitosa novela “Cien años de soledad” fuese uno de los libros más leídos en el mundo “es la demostración de que hay millones de lectores de textos en lengua castellana esperando, hambrientos de este alimento (la lectura)”.
Sin dudas, entren nosotros, dominicanos y dominicanas, falta que se apliquen muchas estrategias que contribuyan a fomentar la lectura en las escuelas y en otros espacios de la vida cotidiana.
Las autoridades educativas y de los ámbitos culturales tienen una gran responsabilidad en cambiar la situación.
Disponen de recursos económicos y técnicos para lograr que, poco a poco, nuestro territorio se convierta en un país de lectores activos, seducidos, encantados y maravillados por los grandes tesoros sumergidos en los libros.
¿Para qué leer?, preguntarán muchos que no encuentran la “sal de la vida” en las densas páginas de los libros.
Debemos leer para conocer, explorar y descubrir el mundo. Para indagar en nuestro interior. Es necesario leer para aprender, desarrollar nuestro intelecto y comunicarnos con mayor eficiencia. Debemos leer para divertirnos, soñar, imaginar y trascender la ordinariez cotidiana.
Debemos leer para asombrarnos y descubrir que esas letras impresas contienen universos creativos extraordinarios. Tenemos que leer para hallar la expresión de la sabiduría ancestral acumulada a lo largo de los siglos.
Sí, debemos leer para sentirnos acompañados, para aliviar las penas y los dolores del alma, para meditar, sonreír y madurar. Debemos leer para descubrir los insólitos recorridos que ha hecho la humanidad para llegar al lugar donde está ahora.
Al recibir el Premio Nobel de Literatura en 2010, Mario Vargas Llosa hizo un “Elogio de la lectura y de la ficción”, y decía, encandilado: “Aprendí a leer a los cinco años, en la clase del hermano Justiniano, en el Colegio de la Salle, en Cochabamba (Bolivia). Es la cosa más importante que me ha pasado en la vida.
Casi setenta años después recuerdo con nitidez cómo esa magia, traducir las palabras de los libros en imágenes, enriqueció mi vida, rompiendo las barreras del tiempo y del espacio y permitiéndome viajar con el capitán Nemo veinte mil leguas de viaje submarino, luchar junto a d’Artagnan, Athos, Portos y Aramís contra las intrigas que amenazan a la Reina en los tiempos del sinuoso Richelieu, o arrastrarme por las entrañas de París, convertido en Jean Valjean, con el cuerpo inerte de Marius a cuestas”.
La vida de Vargas Llosa fue transformada por la lectura y precisamente descubrió en los libros su acentuada vocación literaria, que lo ha llevado a la cúspide.
La lectura puede enriquecer la existencia humana. Es un recurso portentoso que tenemos al alcance de las manos. Cuesta poco dinero, en comparación con el precio de otras aficiones, y puede cambiar nuestras vidas, ya que nos orienta y motiva a trazar el derrotero de un viaje sorprendente.
“Vivir la vida” también implica leer, pero leer con alegría y consciencia, abrevando en los libros con el brío del explorador que inicia un largo periplo intuyendo que encontrará sorpresas, caudales, desafíos, tristezas y gozos que enriquecerán su existencia y lo llevarán a ser una persona mucho más completa.