En una discusión de sobremesa salió el tema de las justificaciones, donde dominó la conversación la imperiosa necesidad que tienen unos de opinar de la vida ajena y otros de dar explicaciones a sus hechos.
Esta tertulia improvisada me hizo recordar mi juventud, donde aprendí las lecciones más grandes de mi vida y que dieron paso a la persona que hoy soy.
Bueno o malo, entendí muy joven que las explicaciones sobran y que lo que somos no debe responder a las necesidades o exigencias de los demás; que -sin importar lo que haga- unos alabarán y otros criticarán; que mis decisiones son mías y que solo yo sé, a ciencia cierta, mi realidad y mis posibilidades, pero sobre todo, aprendí que mi vida es mía y de nadie más y que seré la única en pagar el precio de mis aciertos o equivocaciones, y, por ende, debo asumir la responsabilidad de vivir según mis convicciones.
También aprendí que escuchar y observar son las mejores herramientas para aprender y evitar tropezar con piedras que ya fueron obstáculos para muchos y en el camino fui creciendo, valorando a los que me aportan positivamente y dejando pasar a los que, con su negatividad, tratan de robar mis energías.
Por las redes anda rodando un post que reza: “No des explicaciones, pues tus amigos no las necesitan y tus enemigos no te las creerán”, la misma que escuché de mi instructora en un taller que inicié el sábado pasado. Es decir, están sintonizados.
Las cosas no pasan porque sí, pues todo tiene una razón de ser y la de la columna de esta semana es trasmitir un mensaje: lo que hacemos debe hacernos feliz a nosotros, no a los demás.